Filosofía

La filosofía como disciplina global

Mitos, ritos y religión

Todos actuamos de acuerdo con nuestras creencias. Las creencias de los personajes que aparecen en las dos escenas que acabamos de leer se llaman mitos. Los mitos fueron las primeras creencias del ser humano, su primer instrumento para interpretar el mundo. Los mitos describían cómo funciona el mundo e indicaban al hombre lo que tenía que hacer si quería ocasionar alguna cosa o evitar otra.

¿Cómo podemos definir el mito? Ante todo, los mitos son relatos, que como todos los relatos refieren acciones de personajes. En el caso de los mitos, esos personajes son dioses y héroes, y por ello la gente los consideraba totalmente verdaderos y sagrados. En cuanto a los actos y hechos reportados, en los mitos se cuenta cómo es que los dioses ordenaron el mundo antes, y cómo aún lo hacen funcionar hoy. Por ejemplo, los griegos creían que el sol era un dios transportado por un carro jalado por caballos voladores que emprendían su galope cada mañana. También pensaban que el fuego, del que – al igual que nosotros – dependían para sobrevivir, les había sido regalado por Prometeo, quien lo había robado a los dioses, sus inventores originales.

Ahora, al ser sagrado, cada mito cuenta una historia, pero también dicta a los hombres los actos que deben realizar para agradar a los dioses y garantizar la continuidad del orden del Universo. Estos actos son los rituales o ritos, y son inseparables de los mitos. No hay mito sin rito, ni rito sin mito. Podemos decir que son dos aspectos de una misma realidad: los mitos son las creencias, los ritos los actos a que esas creencias obligan. En las escenas que leímos al inicio del bloque podemos ver cómo se relacionan ambos.

Las mujeres de Atenas participaban con seriedad en ceremonias como la que leímos (que por cierto se llamaban tesmoforias), porque creían sin ningún asomo de duda que de ello dependía su vida, la de sus hijos y la de todos los seres humanos. Por idénticos motivos, los niños aztecas ofrecían sus pequeñas ofrendas en rituales en que “alimentaban” al fuego, e indirectamente, al mismísimo sol.

Ahora, los dioses no estaban sólo involucrados en las grandes preocupaciones y decisiones. Para quienes vivieron en las sociedades antiguas, prácticamente todas las actividades cotidianas estaban relacionadas con ellos. Las profesiones, como la herrería, por ejemplo, habían sido inventadas por seres divinos y enseñadas directamente a los hombres en el origen de los tiempos. Lo mismo había ocurrido con los instrumentos musicales, la agricultura, el arado, el maíz y el vino.

De paso, hay que notar que en las mitologías antiguas abundaron las diosas. Por ejemplo, Atenea, quien se pensaba había inventado la flauta, y aunque de carácter pacífico, era considerada una guerrera hábil y feroz.

Los otros dioses temían hacerla enojar, generales y soldados le ofrecían sacrificios a cambio de valentía y sagacidad en la batalla.

Así, se consideraba que los dioses y diosas mantenían el orden en el mundo, y habían sido los maestros que en el origen del tiempo enseñaron a los seres humanos cómo satisfacer sus necesidades con los recursos que les ofrecía la naturaleza. Para los hombres antiguos, que invariablemente vivían de los productos de la tierra, la cuestión del orden y la regularidad de los fenómenos naturales era lo más importante. Presentían que en cualquier momento podían desbocarse las fuerzas que habitan la naturaleza, y amenazar su existencia, y la de sus familias, aldeas y ciudades. Para ellos, una inundación, un terremoto, una sequía, una erupción volcánica, eran ejemplos de rupturas del orden y del ritmo del mundo. Dado que la cosecha es un resultado que de ningún modo puede darse por garantizado, la humanidad la ha considerado durante milenios como un regalo divino.

Los mitos – especialmente los griegos – son historias que cuentan cómo los dioses domaron esas fuerzas de modo que la vida humana fuera posible. Aunque más adelante lo consideremos con atención, es importante que señalemos que para los griegos y muchas de las sociedades antiguas de que tenemos noticia, el estado original del Universo había sido el desorden de los elementos, el caos. El orden ( o cosmos) era obra de los dioses. Pensaban que en el momento del caos todo estaba mezclado con todo: el agua con la tierra, el fuego con el aire. Obviamente, el hombre no podría sobrevivir en un mundo así: necesitaba el orden instaurado por los dioses. Ahora, ese orden no podía darse por garantizado, sino que los dioses lo tenían que producir cada día. Por eso, los hombres siempre se han considerado en deuda con ellos, y les han ofrecido oraciones y sacrificios. Es decir, han celebrado ritos en su honor.

Al estudiar Historia, observamos que las comunidades humanas siempre han requerido de una interpretación de la realidad lo más completa posible. Contar con una explicación de los fenómenos de los que depende su vida, como la germinación de las plantas o el fuego. Nunca ha habido, ni habrá, un grupo humano sin creencias sobre la realidad.

Como ya hemos visto, en el caso de las sociedades antiguas como las que florecieron en Grecia y Tenochtitlan, esas creencias eran los mitos. Una vez que hemos comprendido lo que son los mitos, y su complemento práctico, los ritos, podemos definir la religión como un conjunto de mitos y ritos relacionados entre sí. Al conjunto de los mitos y ritos de los griegos, los aztecas y los romanos, nos podemos referir como la religión griega, azteca o romana, respectivamente.

A modo de recapitulación, digamos que los elementos que hemos identificado hasta
ahora, mitos, ritos y religión, satisfacen tres necesidades humanas fundamentales:

Otra característica importante de los mitos es que son necesariamente pensamientos compartidos por un grupo humano. Son ideas comunes, compartidas por todos. Es decir, no hay mitos personales, individuales. Para poder ser considerado como tal, un mito requiere estar presente simultáneamente en la mente de muchas personas. El mito vive sólo en la medida en que una comunidad lo cree. A su vez, compartir las creencias míticas es uno de los más importantes factores de cohesión social en las sociedades tradicionales.

En la actualidad, los mitos de las sociedades antiguas siguen siendo apreciados, aunque por motivos un poco distintos. En el siglo XIV d.C., aproximadamente, en Europa la mitología griega fue estudiada y valorada de nuevo, tras varios siglos de olvido. Muchas de las más bellas y famosas pinturas del Renacimiento se basaron en mitos griegos. Más adelante veremos dos ejemplos. Desde el Renacimiento hasta prácticamente nuestros días, los mitos se han leído y estudiado. Los que podemos encontrar en las obras de Hesíodo u Ovidio son relatos bellos y fascinantes.

También es posible interpretar los mitos como historias que contienen enseñanzas prácticas para nuestras vidas (aunque no hay que confundir los mitos con las fábulas). Hasta hace no mucho tiempo, lograr un cierto grado de familiaridad con los mitos griegos se consideraba uno de los objetivos de una educación integral.

El nacimiento de Venus

La escena muestra a Venus en el momento en que emerge del mar, en una concha gigante. El personaje alado que sopla para impulsarla hacia la playa es Céfiro, el viento del oeste, que era para los griegos un dios. Lleva en sus brazos a su esposa Cloris, una ninfa de las flores (las ninfas eran divinidades menores que habitaban zonas rurales, hijas de dioses importantes, pero con poderes generalmente limitados a zonas geográficas poco extensas). La dama que espera a Venus en la playa, con un ropaje listo para cubrir su desnudez, es la diosa de la Primavera. En la mitología griega, que fue adoptada casi sin cambios por los romanos, el papel de Venus era uno de los más importantes. Porque al ser la diosa del amor y la belleza era quien provocaba que los dioses y las diosas se sintieran atraídos entre sí y procrearan a otros dioses que, como ya vimos, eran identificados con los fenómenos y las fuerzas de la naturaleza. Por ejemplo, Primavera era según los griegos la hija de Zeus, de quien ya hemos hablado, y la diosa-titán Tetis.

Del mito a la Filosofía

Ahora, podemos preguntarnos: si los mitos fueron la forma de pensamiento de los seres humanos durante miles de años, ¿cómo y por qué surgieron otras formas de pensar, otro tipo de ideas? Como veremos con detalle más adelante, los primeros filósofos aparecieron en Grecia hacia principios del siglo V a.C., en ciudades como Mileto, Éfeso y Atenas que según sabemos han sido habitadas por humanos desde el año 10,000 a.C., aproximadamente.

¿Cómo fue que en un momento dado de la historia los mitos, tras dominar las mentes de los seres humanos por milenios, dejaron de ser la única forma del pensamiento y vieron aparecer frente así otra forma de pensar, la de los filósofos? No fue un cambio que ocurriera de la noche a la mañana.

Nada viene de la nada, tampoco la Filosofía. Fue elaborada a partir de los mitos, aunque después se opondría firmemente a ellos. Por siglos, no sin razón, se ha considerado que la Filosofía es una forma de pensamiento incompatible con los mi- tos. O se piensa como filósofo o se cree en mitos, es imposible hacer las dos cosas al mismo tiempo.

Esto es cierto, como veremos, pero la Filosofía es ante todo pensamiento, y es innegable que las primeras formas del pensamiento fueron los mitos. Esto significa que en algún momento y de algún modo alguien, quizás sin darse muy bien cuenta de lo que hacía, tomó algunos elementos básicos de los mitos, y construyó con ellos la Filosofía.

Los mitos más importantes son los que cuentan la creación del mundo. En lenguaje mítico, hay que entender que “mundo” es la realidad tal como el hombre la percibe, ordenada y con cambios cíclicos: la noche siempre sigue al día, y viceversa. Lo mismo ocurre con las estaciones: todos los años vemos pasar la primavera, el verano, el otoño y el invierno, en este orden. Pero los mitos nos cuentan que esto no siempre ha sido así, y nos advierten que nada garantiza que lo sea por siempre… Según ellos, el mundo ordenado y regular que habitamos fue creado por los dioses a partir del caos.

Como ya dijimos, el caos, un concepto central para la mentalidad antigua, era imaginado como un estado en el que todo estaba mezclado con todo. Y según los mitos, los dioses habían procedido a separar los elementos, creando un mundo habitable para los seres humanos. En el caso de la mitología griega, Zeus logró separar definitivamente los elementos. Otorgó a Poseidón – uno de sus hermanos – el dominio del mar. A su otro hermano, Hades – al que ya conocimos en el mito de Démeter y Perséfone – le concedió el reinado del subsuelo (inframundo) y reservó para sí el gobierno del cielo, la lluvia, el relámpago y los vientos.

Por muchos siglos los habitantes de la antigua Grecia creyeron en esta versión del origen del mundo. Por cierto, los más importantes expertos en mitología han señalado que existe un sorprendente parecido entre los mitos de los griegos y los de otras sociedades antiguas separadas entre sí por océanos enteros y distancias de miles de kilómetros, como los mayas, aztecas, asirios, indios o germanos. Pero en algún momento, algo ocurrió y un grupo de hombres comenzó a considerar los mitos de una manera distinta.

El tránsito del pensamiento mítico al filosófico se produjo gradualmente. Más aun, los inicios de la Filosofía fueron posibles gracias a la perspectiva básica de los mitos. Ahora, si esto es así, debemos preguntarnos: ¿en qué se parecía y en qué se diferenciaba del pensamiento mítico el pensamiento de los primeros filósofos?

Digamos que los primeros filósofos conservaron del pensamiento mítico la idea básica de que el mundo ordenado en que vivían había emergido a partir del caos. Pero se distanciaron de él al sostener que el orden no se había originado por la decisión de dioses parecidos a los hombres, sino por la acción de lo que llamaron fuerzas en oposición: lo húmedo y lo seco, lo caliente y lo frío, principalmente. Esquematizando un poco, digamos que partieron de la misma pregunta básica sobre la que se edificaron los mitos: ¿cómo surgió el mundo del caos?, pero ofrecieron un tipo de respuesta muy distinto.

Quizás esta visión de la realidad, basada en nociones tan vagas como la de lo “caliente”, nos parezca tan extravagante como los mitos a los que pretendían sustituir. Tomemos en cuenta que en el siglo VI a.C., periodo durante el que tuvo lugar este tránsito del pensamiento mítico al filosófico, no existía nada ni remotamente parecido a la ciencia como la conocemos hoy. De hecho, se considera que la Filosofía y la ciencia nacieron juntas, en las mentes de esos primeros filósofos. Más tarde, como veremos en su momento, con el paso de los siglos, se separarían, cada una asumiría características distintivas: hoy nadie confundiría a un filósofo con un científico.

También hay que insistir en que la Filosofía nunca desplazó definitivamente a los mitos en la mente de la gran mayoría de las personas. Nunca lo hizo, y no fue ese el propósito de los primeros filósofos. Es cierto que en algunos momentos de la historia la Filosofía se ha propuesto terminar con los mitos, pero nunca lo ha logra- do, y ha habido muchos filósofos que han dudado que tal triunfo sea posible, o aun deseable.

El gran logro de los primeros filósofos fue abrir paso a las genuinas preguntas y despertar en el hombre, por primera vez, el hambre de verdaderas explicaciones. Porque los mitos en realidad no son explicaciones. Una explicación es una respuesta a una pregunta, y los mitos más bien son una descripción básica del mundo. Es decir, son aprendidos desde la más tierna infancia, y en poco tiempo, quién ha vivido en contacto con ellos siente su realidad tan sólida como la de las rocas, tan cierta como la del paisaje que se tiene enfrente, como el sol que calienta la cara y deslumbra a quien intenta verlo de frente, o como los objetos que hay en la habitación en que estás sentado leyendo este libro. El pensamiento mítico no admite dudas, mucho menos preguntas.

Por eso, más que decir que los mitos son explicaciones, quizás sea más preciso decir que quien cree en los mitos no necesita explicaciones, porque no se hace preguntas. La razón se emancipa del mito no tanto con respuestas novedosas, sino con dos pequeñas palabras: “¿por qué?”.

Decíamos que la presencia del mito impide el surgimiento de cuestionamientos, pero hay que matizar. Preguntas como ¿por qué me enfermé? o ¿por qué este año está tardando en llover?, están al alcance del pensamiento mítico, aunque, por supuesto, son contestadas en términos de la acción favorable o adversa de los dioses.

Pero son incapaces de hacerse las preguntas que aún hoy, gracias a la Filosofía y la ciencia, nos seguimos haciendo. Gracias a la revolución de la inteligencia encabezada por los primeros filósofos, fue posible comenzar a preguntar no sólo por la explicación de los acontecimientos concretos que afectan nuestras vidas, sino por las leyes que los rigen y explican por qué ocurren en unas ocasiones y en otras no. Los primeros filósofos se rehusaron a seguir creyendo que las cosas y los acontecimientos se originaran por la voluntad de los dioses. ¿Y qué ocurre si nos quedamos sin la acción de los dioses como explicación de las cosas, ? Pues nos vemos obligados a suponer que las cosas se explican unas por otras. Eso fue lo hicieron los primeros filósofos: se exigieron buscar el origen de las cosas percibidas con los sentidos en otras cosas también percibidas por los sentidos, y no ya en los actos y caprichos de los dioses.

Pero no sólo eso: además, presintieron que esas relaciones entre las cosas se dan de manera regular, ordenada, de acuerdo con leyes que podemos conocer.
Y esta visión, de un mundo compuesto nada más que por cosas que son causadas por otras cosas, en el que todo tiene una causa y está sometido a leyes estables que existen por sí mismas, corresponde nada menos que a lo que aún hoy llamamos Naturaleza. Los primeros filósofos descubrieron la idea de naturaleza. La llamaron physis (de ahí viene nuestra palabra: Física).

Por supuesto, el estudio de la naturaleza se ha prolongado por siglos, la humanidad ha ido develando sus secretos, en un proceso a veces algo lento, a veces sensacionalmente acelerado, en el que sin embargo a veces hay retrocesos. Actualmente vivimos sin duda en una época de esplendor de la ciencia. Cada día se modifica nuestra visión del mundo gracias a un nuevo descubrimiento científico.

Y si tomamos como punto de comparación estos logros, la mayoría de las explicaciones de los primeros filósofos seguramente nos parecerán insatisfactorias.

Pero ellos inauguraron el camino de la explicación racional de la realidad. Porque, como ya señalábamos, gracias a ellos la humanidad comenzó a buscar las causas de las cosas en otras cosas, no ya en seres imaginarios que nunca nadie había es- cuchado o visto directamente. Y ha sido por esta vía – que nunca se desvía del axioma de que toda cosa real tiene por causa otra cosa igualmente real – que la ciencia ha llegado al desarrollo impresionante que aún hoy continúa asombrándonos.

La razón y el logos

Hemos dicho que la novedad de la Filosofía consistió en que por primera vez los seres humanos se sirvieron conscientemente de la razón para tratar de entender el mundo y para gobernarse. Pero, ¿qué es la razón? Ésta es una de las preguntas más complejas de la historia del pensamiento. Aún en la actualidad, los filósofos debaten acerca de la naturaleza exacta de la razón, así que sería ingenuo pretender que está a nuestro alcance formular una definición indiscutible, que acabe de una vez por todas con este debate. En lugar de ello, lo más provechoso puede ser revisar lo que entendieron por razón los primeros filósofos.

Para ellos, igual que para nosotros, la razón es ante todo una facultad del ser huma- no, que permite conocer las causas de las cosas. Pero no sólo eso: como veíamos, la razón además otorga al hombre la posibilidad de darse cuenta de que la causa de una cosa siempre es otra cosa (y no los dioses o los seres sobrenaturales, como postula el pensamiento mítico). Y lo más importante: gracias a la razón nos damos cuenta de que las cosas no se causan unas a otras de manera caprichosa e irregu- lar, sino de acuerdo con leyes.

A esta facultad, a este poder, los griegos la llamaron nous. Y la consideraron como una facultad exclusiva del hombre, es decir, como aquello que nos distingue de los animales. Aun en nuestros días sigue siendo esta la forma más común de definir al hombre: animal racional. Esto también nos da una idea del impacto del pensamiento de la antigua Grecia en nuestra cultura: básicamente, dos mil quinientos años des- pués, seguimos definiendo al ser humano tal y como ellos nos enseñaron.

Pero además, los griegos consideraron que la razón es lo que permite al hombre saber qué son las cosas, a qué categoría pertenecen. Lo que habilita a un ser humano, hombre o mujer, niña, niño o anciano para ver una imagen como esta, y decir: “Es un perro con anteojos”.

O, si se quiere, lo que hay en las palabras “rosas dentro de un vaso” que nos hace pensar en algo más o menos como esto:

A esa capacidad de determinar a qué categoría pertenece un objeto, y por lo tanto de saber con qué palabra nombrarlo, los griegos la llamaron logos. Es la que nos permite conocer qué son las cosas, cómo reconocerlas, cuáles son sus propiedades, y cómo distinguirlas unas de otras.

Y, algo de la máxima importancia, el logos es lo que permite la comunicación entre nosotros, lo que garantiza que estemos hablando de “ la misma cosa”, y por lo tanto, lo que nos permite dialogar y llegar a acuerdos. Es aquello que hay en las cosas que todos podemos reconocer, y que permite a los hombres convencerse unos a otros. Se parece mucho a lo que acostumbramos llamar “verdad”. De la palabra griega logos proviene nuestra palabra lógica, de la que hablaremos más adelante.

Logos también aparece como posfijo en muchos de los nombres de nuestras disciplinas científicas: Geología, Psicología o Sociología, por mencionar algunos ejemplos. En estos casos, denota los esfuerzos por conocer todo lo relativo a la tierra, (en el caso de la Geología), el alma (en el caso de la Psicología) y de la sociedad (en el caso de la Sociología). El logos es lo que entendemos en las palabras que escuchamos, es la verdad de las palabras. De un enunciado sin hilación, en el que sólo fueran agregadas palabras al azar, del que no entendiéramos nada, diríamos que es ilógico, que no tiene lógica. Que carece de logos.

En contraste, el pensamiento mítico insistía en que las cosas eran lo que los dioses habían decidido que fueran. Por eso bastaba con conocer los mitos para “explicar- las”. Más aun, como veíamos, desde la perspectiva mítica no existe una realidad – una physis o naturaleza – que sea considerada como objeto de estudio. La Filosofía marcó un cambio no sólo de creencias, sino de actitud general ante la realidad. Por primera vez, el hombre confió en que podía conocer, en el sentido en que lo en- tendemos aun hoy, y lo más importante, quiso hacerlo. La ciencia, como veremos, también recibió su impulso inicial de esta gran transformación cultural.

Los primeros filósofos valoraron como nada este logos, y lo opusieron a los mitos, como ya vimos, pero también a la opinión común, o doxa. La doxa era ese conglomerado de ideas compartidas por la comunidad, pero que nunca habían mostrado su verdad. Las palabras de la doxa, a diferencia de las del logos, eran palabras sin verdad probada, y por ello, posiblemente equivocadas. Los primeros filósofos sostuvieron que las opiniones debían ser evaluadas para determinar que eran verdaderas, esto es, tenían que pasar la prueba de la crítica de la razón para que fueran dignas de crédito.

Si lo pensamos bien, en nuestros días aun sostenemos muchas opiniones sin tener ninguna prueba de su verdad. Algunas de estas opiniones son sin duda inofensivas, pero otras pueden representar serios riesgos para nosotros mismos, como muchas ideas erróneas que solemos tener acerca de la alimentación, por ejemplo. Pero las opiniones más dañinas para la comunidad – y no olvidemos que todos somos parte de ella – son las que afirman la inferioridad o la perversidad de algún grupo social específico. Este tipo de ideas se llaman, acertadamente, prejuicios (es decir: juicios que hacemos antes de entrar en contacto con la realidad a la que se refieren, y que por lo tanto carecen de fundamento), e históricamente han afectado a las personas que son diferentes de la mayoría de la gente de las sociedades en que habitan.

Los prejuicios han sido los principales males de la humanidad, y lo siguen siendo. Son totalmente incompatibles con una actitud genuinamente filosófica, y han sido desmentidos en innumerables ocasiones por la ciencia. No hay cosa alguna en el color de la propia piel, en las creencias religiosas que se profesan, ni en el sexo al que se pertenece, que lo prive a uno de la condición humana, o lo haga menos partícipe de ella que cualquier otro ser humano. Después de dos mil quinientos años de razonar intensamente, una de las verdades definitivas alcanzadas por la Filosofía es la unidad del género humano. Es decir, cualquier ser humano es tan valioso como cualquier otro. En cada hombre y mujer está presente todo el poten- cial de la especie. Esta convicción, y la actitud a que da origen, se conoce como humanismo. En la actualidad sólo los racistas y los fanáticos religiosos la cuestionan, la desdeñan o se oponen a ella.

Sin embargo, tenemos que reconocer que algunos de los filósofos más importan- tes han albergado prejuicios. Esto nos muestra que los prejuicios son resistentes, peligrosos y pueden colarse y anidar hasta en las mentes más brillantes. Debe alertarnos, y recordarnos que nunca podemos bajar la guardia ante ellos. Son una enfermedad de la inteligencia que nunca podemos dar por erradicada en su totalidad. Y sólo la Filosofía nos da armas para combatirlos.

Otra de las fuerzas del pensamiento que contribuyó a diluir el dominio de los mitos sobre las mentes fue la historia, otro invento de los griegos de los siglos V y IV a.C.

Al aplicar la razón a la investigación de lo ocurrido en tiempos remotos, al buscar la causa de los acontecimientos en otros acontecimientos protagonizados por hom- bres de carne y hueso, los primeros historiadores arrebataron gradualmente a los mitos el dominio de la visión del pasado. Según los mitos, el pasado había sido dominado por dioses y héroes con poderes sobrenaturales. La historia, por el con- trario, demostraba que los hechos del ayer eran obra de hombres iguales a los de siempre, y con ello ponía en entredicho la exactitud de los mitos, a los que derrotó en su propio terreno: el conocimiento del pasado.

Este libro es de Filosofía, y por ello no podemos profundizar en la obra de los primeros historiadores. Así que sólo mencionaremos a los dos más ilustres: Herodoto (aproximadamente 484-425 a.C) y Tucídides (aproximadamente 460-395 a.C.). Es importante subrayar, al igual que en el caso de la Filosofía, que la supresión del mito en las explicaciones de los hechos pasados operada por la historia fue gradual. Como podrá comprobar cualquiera que lea sus obras, incluso Herodoto – considerado el padre de la Historia – aun recurre en numerosas ocasiones a la intervención de los dioses para explicar acontecimientos históricos.

La religión y el pensamiento racional

Hay que aclarar que estas novedades del pensamiento humano sólo concernían a un puñado de hombres, los más inteligentes y cultos de sus comunidades, mientras que la gran mayoría de las personas seguía creyendo en los mitos, y regía sus vidas por ellos. Aún en la actualidad, si nos fijamos en las ideas de las personas a nuestro alrededor una de las primeras cosas que notaremos es que muchas de esas ideas son religiosas. Es más, es muy probable que nosotros mismos tengamos creencias religiosas. Y no hay nada erróneo o indigno en ello. Después de todo, temas como el origen del mundo, el sentido de la vida o la inmortalidad del alma nos inquietan, del mismo modo que han inquietado a los hombres por siempre. La Filosofía no tiene por qué descalificar ni condenar esas preocupaciones, ni las creencias que las apaciguan. Sólo se limita a señalar que responder a ellas está fuera del alcance de la razón.

Hemos hablado a nombre de la Filosofía, y quizás habría que hacer algunas aclaraciones. Como entidad viva que es, la Filosofía ha asumido, a lo largo de sus dos mil quinientos años de existencia, distintas posturas respecto a la fe y la religión.

Como veremos en su momento, en el bloque III, durante la Edad Media, la Filosofía hizo suya la misión de demostrar la compatibilidad entre las exigencias de la razón y los dogmas del cristianismo. Después hubo filósofos que buscaban demostrar la inexistencia de lo divino.

La auténtica filosofía, pone al hombre como centro de su acción y a la razón la co- loca sobre lo instintivo y como medio para entender lo sobrenatural. La filosofía es el esfuerzo humano por dar respuesta a las preguntas fundamentales de la vida.

Ya señalábamos la similitud que existe entre la perspectiva mítica y la religiosa. De hecho, desde el punto de vista de la antropología no hay una diferencia significativa entre ambas. La religión – desde la perspectiva de las Ciencias Sociales – es un conjunto de relatos sobre el origen del mundo, sobre la relación de dios o los dioses con los hombres y de rituales mediante los que se supone que ambas partes pue- den comunicarse.

¿Por qué, podríamos preguntarnos, esta pervivencia de las creencias en lo sobre- natural y en los dioses, tras dos mil quinientos años de ejercer la Filosofía y la ciencia? ¿Por qué persistir en esas creencias, si tenemos mejores explicaciones de la realidad, que además, una vez transformadas en tecnología, nos han permitido alcanzar niveles de prosperidad y poder con los que ni aquellos primeros filósofos hubieran podido soñar?

Empecemos por reconocer que el pensamiento racional se apropió del mundo sensible (es decir, el que percibimos a través de nuestros cinco sentidos), y lo explicó de un modo más convincente del que lo hacían los mitos, gracias fundamentalmente a la aplicación de la idea de naturaleza. También trató de extender esa perspectiva, y estudiar con la razón no sólo lo que ocurre frente a nosotros, sino también lo que sucede entre nosotros y dentro de nosotros. Así nacieron las Ciencias Sociales y la Psicología. Es interesante observar que en el caso de esta última, aun cuando se ha aplicado con rigor el método científico, los resultados están lejos de ser tan deslumbrantes como los de otras ciencias.

Por ejemplo: no ha sido posible ofrecer una explicación de los sueños tan convincente como las que la Física nos da de los fenómenos del mundo que percibimos con nuestros sentidos. Esto nos deja entrever que cuanto más complejo sea el nivel de realidad que se enfrenta, más difícil resulta elaborar explicaciones valiosas. En efecto, los sueños son un fenómeno más complejo que, por ejemplo, la caída libre de un cuerpo cualquiera, porque los sueños son un proceso humano, que como todos los procesos humanos reciben la influencia de muchos factores. Otro ejemplo: no sabemos muy bien qué es, ni cómo funciona, la motivación.

Si vamos más lejos, constataremos que al igual que los mitos impidieron en su momento que aparecieran las preguntas que la razón podía contestar, la razón a su vez, no puede investigar con provecho acerca de lo que está más allá de lo que podemos percibir, dentro y fuera de nosotros. Y el problema es que hay preguntas que carecen de sentido desde la perspectiva de la razón, pero no han dejado de ser del máximo interés para los seres humanos desde el inicio de los tiempos. Además carecemos de fundamentos para pensar que algún día dejarán de serlo. Preguntas como: ¿por qué existe el mundo? o ¿para qué nací? han inquietado por siempre a la mayor parte de las personas.

Algunos filósofos han afirmado que se trata de preguntas mal planteadas, que no pueden ser resueltas, y por lo tanto no deberían ser formuladas. Pero, evidentemente, esas consideraciones han importado poco a los millones y millones de personas que no han dejado de hacérselas durante siglos. Y en esas áreas de la experiencia humana, la perspectiva de la religión es más adecuada para ofrecer respuestas.

Aun la famosa teoría del Big Bang (la Gran Explosión) se limita a ofrecer una explicación razonable del origen del tiempo, el espacio, la energía y la materia, aceptada por la mayoría de los científicos más importantes de la actualidad. (Explicación que sorprendentemente se parece bastante a las de los primeros filósofos, al menos en un punto fundamental: en que antes de aparecer el mundo como lo conocemos, lo que había era un estado en el que todo estaba mezclado con todo). Pero no nos dice nada acerca de por qué tuvo lugar la Gran Explosión, ni si tiene algún sentido que haya ocurrido.

Tampoco nos dice nada acerca de si tenemos alguna misión en la existencia, o cual es ésta. Al parecer, el modo en que la ciencia descifra el mundo no es el más indicado para vislumbrar respuestas a algunas de las preguntas que más importan a los seres humanos.

La Filosofía, sin duda, ofrece respuestas a esas preguntas, pero lo hace desde el reconocimiento de las limitaciones de su herramienta, que es la razón, y también lo hace mediante razonamientos cuya comprensión requiere un estudio que pocas personas pueden o quieren hacer.

Al parecer, hay varias áreas de la experiencia humana, las que corresponden al mundo sensible, mental y social, que pueden ser conocidas mediante el ejercicio de la razón. En contraste, habría un núcleo de preocupaciones que – aun cuando también puede ser atendido por la razón – pueden ser abordadas (no conocidas) de un modo más fácil por la religión.

El ejemplo de algunos hombres inteligentes parece confirmar esta división de la experiencia humana en distintos órdenes de realidad, a los que corresponderían distintas formas de conocimiento. Es decir, ha habido quienes se han consagrado al estudio de un aspecto de la realidad aplicando la razón con rigor, y han logrado resultados que perduran por siglos, pero a la vez han experimentado inquietudes que quizás no han podido satisfacer con el puro ejercicio de la razón, y por lo tanto han incluido en sus esquemas mentales espacios para la fe y la religión.

Como ejemplo, constatemos que muchos de los grandes filósofos han sido sinceros y aun fervorosos en sus creencias religiosas, como Baruch Spinoza y Jean Jacques Rousseau. Lo mismo ocurre con quienes quizás sean los dos más grandes genios que la ciencia haya dado: Isaac Newton, de quien se dice que dedicó más horas al estudio de la Biblia que al de la ciencia, y también, aunque de una manera muy particular, Albert Einstein.

La ciencia y la Filosofía

De igual modo, la relación de la Filosofía con la ciencia ha tomado distintas formas a lo largo de la historia. Como mencionamos, y veremos con mayor profundidad en el siguiente Bloque, se puede considerar que la Filosofía y la ciencia nacieron juntas, que fueron dos vertientes de un mismo impulso por usar la razón que hace dos mil quinientos años se apoderó de las mentes de un grupo de hombres brillantes. Esa Filosofía primigenia, a la que tanto debemos, ha cambiado mucho a lo largo de los siglos. Cada vez se ha hecho más sutil y sofisticada. Pero no ha cambiado tanto como la ciencia.

La ciencia se fue separando gradualmente de la Filosofía a lo largo de los siglos. Al igual que ésta, fue postergada frente a la religión durante la Edad Media. Tuvo un rebrote espectacular durante el Renacimiento, que se prolongó durante los siglos XVI y XVII. Pero ascendió a ser la forma más prestigiosa del conocimiento a partir de los siglos XVIII y XIX. La ciencia de este periodo, que podemos considerar que se extiende hasta nuestros días, es muy diferente de lo que entendían por tal los primeros filósofos – científicos. También es claro que en la actualidad una cosa es ser científico, y otra es ser filósofo.

La principal diferencia es quizás la forma de conocer: tras todo ese tiempo, la ciencia ha construido su propio método, el método científico. Los científicos de distintas disciplinas han transitado una y otra vez por las etapas de este método: observación, formulación de hipótesis, experimentación y conclusión, y cada vez que concluyen el recorrido generan más conocimiento científico. De manera que el la cantidad de conocimientos acumulados es ya impresionante… y cada vez más difícil de manejar y comprender.

En contraste, la Filosofía aun cuando también aspira a elaborar teorías que sean lógicamente coherentes (cuando hablemos de Lógica veremos qué significa esto), no somete sus conclusiones a la prueba de la experimentación. Es esta su principal diferencia con la ciencia, según la opinión de unos de los principales filósofos del siglo XX, Karl Popper (Viena 1902 – Londres 1994). Para Popper, la ciencia tiene que formular sus hipótesis y predicciones de modo que puedan ser comparadas (contrastadas, es la palabra usada por los científicos) con la realidad, y de ese modo sea posible determinar si son verdaderas o no.

“El próximo lunes a las 18:54 horas, tiempo del Centro de México, habrá un eclipse solar” es un enunciado que cumple con esta característica. Llegado el momento señalado en el mismo, se sabrá si es verdadero o falso. Notemos que lo importante es la forma del enunciado: puede ser falso, puede no haber eclipse, pero el enun- ciado contribuye al conocimiento, al indicar al astrónomo que hubo algún error en el cálculo con que lo produjo, que puede ser corregido. Pero gracias a la forma en fue formulado es posible compararlo con lo que ocurre en la realidad, y usarlo como herramienta para la ciencia.

La Filosofía puede hacer afirmaciones impecables desde el punto de vista lógico, pero no tiene la necesidad ni la posibilidad de someterlas a experimentación. Por ejemplo, la famosa afirmación “Pienso, luego (por lo tanto) existo”, uno de los más famosos enunciados filosóficos de todos los tiempos, es lógicamente sólida. Pero no es un enunciado científico, precisamente porque no puede expresarse de modo que sea comparado con una realidad determinada, y a partir de esa comparación definir si es verdadero o falso. Resaltemos que es el tipo de cosas de que se hable en el enunciado y cómo las relacione, lo que lo hace científico o filosófico, no si es verdadero o falso.

Ahora, “Pienso, luego existo” es una proposición que, como todas las proposiciones filosóficas, es debatible. Se puede preguntar, y de hecho los filósofos no han dejado de hacerlo desde que fue enunciado, ¿qué es pensar? ¿qué es existir? ¿qué es el yo? Como veremos en su momento, hay filósofos – quizás la mayoría – que consideran esta famosísima conclusión de René Descartes (Francia, 1596 – 1650) como la piedra angular de la Filosofía moderna, una conquista definitiva del conocimiento filosófico; mientras que para otros es una de las más ingenuas ilusiones de la historia del pensamiento humano. Pero esta valoración depende de las ideas desde las que se considere la proposición (las premisas, sobre las que hablaremos más adelante), y del rigor lógico con que sea impugnada o defendida, no de los resultados de un experimento.

En cuanto a las afirmaciones de la religión, decir, por ejemplo, que en algún momento habrá un juicio final en que los pecadores serán condenados y los justos salva- dos, nos enfrenta con un enunciado ajeno a la lógica de la ciencia, absurdo desde la perspectiva de ésta, dado que no puede concluirse nada acerca de su verdad como hecho. Lo que no impide, como veíamos, que mucha gente lo tenga por cierto. Lo que sí es imposible es considerarlo como un enunciado científico. Por su forma es un artículo de fe: es impreciso, y lo más importante, no puede ser deducido a partir de ninguna ley de la naturaleza conocida.

Además de diferir de la Filosofía y la religión por el método, la ciencia se distingue por su objeto de estudio y su lenguaje.

En cuanto a su objeto, simplificando un poco, podemos decir que la ciencia se ocupa de todo lo que podemos percibir a través de nuestros sentidos. Todo lo que percibimos es materia que cambia y se mueve en el tiempo y el espacio, y además presenta una característica importantísima que es la que en la mayoría de los casos le permite a la ciencia estudiarlo: se puede medir. En efecto, el método de la ciencia se sirve intensivamente de las matemáticas en todas sus etapas. En la mayoría de los casos, para los científicos de la naturaleza observar significa medir. Las hipóte- sis de la ciencia, a su vez, suelen expresarse también en términos de cantidades. Nos dicen qué tanto varía una cantidad dependiendo cuánto varíe otra con la que de alguna manera está en relación. Y la experimentación invariablemente se diseña y presenta sus conclusiones mediante símbolos matemáticos. Esta descripción es válida para las ciencias que estudian el comportamiento de los cuerpos y la con- sistencia de la materia: la Física y la Química, respectivamente.

Las consideraciones anteriores nos permiten establecer otra de las características que distinguen a la ciencia de la Filosofía: se expresa en un lenguaje compuesto principalmente de números y conceptos altamente especializados. En la actualidad no es posible participar en la ciencia sin un dominio importante de las matemáticas.

Hay otra región de la realidad cuya comprensión requiere de los esfuerzos coordinados de la ciencia y la Filosofía: el ser humano. Sin duda, hay aspectos de las realidades humanas que pueden ser medidos, como la edad o el número de personas que votaron por un partido en unas elecciones, por ejemplo. Pero hay otros, como los deseos o los sentimientos, que no sólo son más complicados de medir, sino aun de definir, y será siempre más productivo debatirlos y reflexionar sobre ellos desde distintas perspectivas.

Además, aun cuando la ciencia se ha acreditado, sin lugar a dudas, como la mejor forma de conocer la realidad material, la que percibimos con los sentidos, su perspectiva básica y su método no le permiten ser de mucho utilidad en dimensiones que conciernen exclusivamente al hombre, como el querer y el deber. Al parecer, del mismo modo que – según veíamos – la Filosofía no se siente cómoda frente a preguntas propias de la perspectiva religiosa, hay preguntas muy importantes para las que la ciencia sencillamente no puede tener respuesta. Por ejemplo: ¿Qué es el bien? ¿Cómo debemos convivir? ¿Qué es la belleza? ¿Qué es el conocimiento?

Es importante que aprendamos a valorar los distintos acercamientos a la realidad y la verdad, y reconocer en qué circunstancias es conveniente recurrir a cada uno. Tanto una consideración atenta y rigurosa de la cuestión, como la revisión de la experiencia de algunos grandes hombres nos conducen a la misma conclusión: las perspectivas filosófica, científica y religiosa no son mutuamente excluyentes. Apegarse fanáticamente a una, y considerar a las otras dos como falsas, terminaría por empobrecer nuestras mentes, impidiéndonos la apreciación, el aprovechamiento y el disfrute de buena parte de nuestro potencial humano, y de nuestra herencia cultural.

Las áreas de la Filosofía

La Filosofía se ha apropiado de distintas dimensiones de la realidad como objeto de estudio. Cada una de ellas puede ser caracterizada por las preguntas a la que trata de responder. Las ramas de la Filosofía han sido estudiadas con variada intensidad en distintas épocas; hoy unas son cultivadas más asiduamente que otras.

El uso más común es dividir la Filosofía en seis ramas:

1. Metafísica u ontología

Es la rama de la Filosofía que ha tratado de explicar qué es el ser, en general. Pero, ¿qué quiere decir esto? Comencemos por considerar, aplicando nuestros conocimientos de gramática, que la palabra ser es, antes que nada, un verbo en modo infinitivo. Un verbo que por cierto, usamos todo el tiempo: en efecto, casi cada vez que hablamos decimos que algo “es”, “fue”, “será”, etcétera.

Ahora, como todo verbo en modo infinitivo, “ser” es el nombre de una acción, es decir, de algo que se hace. La acción indicada es la de existir, estar en el mundo. También usamos el verbo ser, con mucha frecuencia, para decir cómo son las cosas. Decimos, por ejemplo: el carro es rojo, la puerta era de madera, tú eres un buen amigo, etcétera. A este uso del verbo, según la gramática, se le llama copulativo, y sirve para atribuir una característica al sujeto de la oración.

En fin, es un verbo muy útil y flexible, que puede usarse de una gran cantidad de maneras para describir el mundo, y por eso es el que más empleamos en nuestras pláticas de todos los días. (Cuando hables, pon un poco de atención a lo que dices. Seguramente descubrirás que el verbo ser es el que más aparece en tus enunciados).

Es decir, de tanto usarlo, desarrollamos espontáneamente una familiaridad con el verbo ser y con la acción a la que se refiere. Ahora, pongamos atención en que ser puede entenderse no sólo como verbo, sino también como sustantivo. Por ejemplo, cuando decimos: “nuestros padres nos dieron el ser”. En este caso la palabra “ser” no funciona como verbo (el verbo aquí es…dieron…), sino como el sustantivo del objeto directo de la acción (es decir, lo que nos dieron nuestros padres, según el enunciado).

Es importante que observemos este uso de la palabra ser como sustantivo, porque ese es el sentido con el que básicamente se usa en Filosofía (en Metafísica, para ser exacto). Para seguir utilizando el ejemplo, al decir que nuestros padres nos dieron el ser, estamos diciendo que gracias a ellos existimos, estamos en el mundo. Y es en ese mismo sentido que la Filosofía entiende el ser como existencia, como el hecho de estar en el mundo.

Observemos de paso que, aun como verbo, ser, se refiere a una acción muy especial, que, por decirlo así, está presente en todas las demás acciones. Observemos los siguientes ejemplos.

  • El gato trepa por la pared.
  • Mi hermano lee un libro.
  • Tu mamá sabe inglés.
  • El presidente municipal habla mucho.
  • Ese sauce da una sombra muy fresca.

En todos estos ejemplos podemos ver que la acción de ser es una especie de trasfondo para todas las demás acciones: para poder trepar, leer, saber, hablar o dar, primero hay que ser.

De igual modo, un gato, un hermano, un libro, una pared, un presidente municipal, y todas las personas, animales, plantas o cosas que se nos puedan ocurrir tienen algo en común, y es que todas son, todas comparten el ser, no son sino las distintas formas que puede tomar el ser.

A diferencia de las ciencias, que estudian cada una distintas regiones de la realidad, claramente definidas e inconfundibles entre sí, la Metafísica asume la tarea de definir y explicar el ser como totalidad.

Bien, quizás ya comprendamos un poco mejor cuál es el objeto de estudio de la Metafísica, el ser. Ahora, ésta ha tratado de investigarlo a través de preguntas como las siguientes:

a. ¿En qué consiste el ser?
b. ¿Hay una parte del ser que cambia, y otra que permanece?
c. La Filosofía y la ciencia afirman que todas las cosas tienen una causa, pero, ¿qué es una causa? ¿Qué tipos de causa hay?
d. ¿Qué es la nada? ¿Es posible saber qué es la nada?
e. ¿Qué es la materia? ¿Qué son los pensamientos? ¿Existen ambos de la misma manera? ¿Qué existió primero, el mundo de las ideas o el de las cosas materiales que podemos percibir con nuestros sentidos? ¿Uno de estos mundos depende del otro?
f. ¿Qué son el tiempo y el espacio? Esta pregunta, en particular, nos permite apreciar la diferencia fundamental entre las perspectivas filosófica y científica. Desde la primera se ha intentado definir el tiempo y el espacio, decir qué son. Tal labor ha resultado imposible tras dos mil quinientos años de intentos, aunque se trata de dos aspectos de la realidad que están en el corazón de nuestra experiencia de todos los días. (Más adelante veremos los requisitos para definir algo apropiadamente). La ciencia, en cambio, dejó de lado ese asunto de establecer qué son el tiempo y el espacio, y se dedicó a medirlos y aprovecharlos para definir mediante expresiones algebraicas fenómenos físicos como la velocidad, la aceleración, la fuerza o la presión.
g. Hay una pregunta muy especial, que más que buscar una respuesta precisa, es una expresión de asombro. La formuló uno de los más grandes filósofos de la era moderna, Gottfried Wilhelm Leibniz (1646-1716), de la siguiente manera: “¿Por qué hay cosas, en lugar de nada?” Leibniz encontró fascinante el mero hecho de la existencia, y supo transmitir su asombro con una pregunta aparentemente sencilla, pero que en el fondo es la más difícil de contestar.

De paso señalemos un par de cosas interesantes. Tras hacerse esta pregunta, Leibniz recurre al principio de razón suficiente, el cual afirma que todo tiene una causa, para determinar su respuesta. Para Leibniz era evidente que si existen cosas, si existe el Universo, es porque un ser perfecto y omnipotente, o sea Dios, lo creó. Ahora, bien, como veíamos, la perspectiva filosófica y la religiosa son distintas y mutuamente independientes. De hecho, veremos en su momento cómo otro filósofo recurrió a ese mismo principio para demostrar precisamente la inexistencia de Dios. Pero no son mutuamente excluyentes, como evidentemente demuestra el caso de Leibniz, quien como vemos creyó en Dios, y al mismo tiempo fue una de las mentes más informadas, fértiles y poderosas que ha visto la Filosofía en sus dos mil quinientos años de vida. En este caso, el que compartamos o no su respuesta, no tiene por qué impedirnos compartir el asombro que expresa su pregunta.

De hecho, cualquiera que se acerque a las obras de grandes filósofos como Descartes, Spinoza, Leibniz o Kant, encontrará que en ellas con mucha frecuencia se habla acerca de Dios. Por no hablar de las obras de San Agustín o Santo Tomás de Aquino, en las que Dios es precisamente el concepto central. Todas ellas serán brevemente comentadas en los posteriores Bloques de este libro. Veremos que, especialmente durante la época conocida como la Edad Media, la Teología (el estudio de las cosas divinas: theos, dios y logos tratado, estudio de) fue durante mucho tiempo una parte importante de la Filosofía. No fue sino hasta los siglos XVIII y XIX que encontramos una separación casi definitiva entre ambas, que perdura hasta nuestros días.

Podemos considerar que ya conocemos las principales preguntas de la Metafísica. En cuanto a las respuestas, veremos lo que pensaron al respecto los más relevantes filósofos, cuando estudiemos las grandes épocas en que se dividen comúnmente los dos mil quinientos años que llevan los hombres filosofando.

También hay que reconocer que la Metafísica se cultiva cada vez menos. Entre los grandes filósofos del siglo XX, quizás sólo Martin Heidegger haya renovado el interés y la perspectiva de la Metafísica, entendida como la rama de la Filosofía que se pregunta por el Ser.

2. Epistemología o Teoría del conocimiento

Determinar lo que es el conocimiento es tan importante para la Filosofía que una de sus ramas está totalmente dedicada a ello. Esto, por supuesto, tiene mucho sentido porque ¿cómo podría la Filosofía saber lo que es el ser si antes no define lo que es el saber? Tiene además que demostrar que el hombre es capaz de conocer la realidad, y proporcionarnos criterios para distinguir la verdad de la ilusión.

A largo de este libro veremos que, al igual que ocurre con la Metafísica, los filósofos han dado muy variadas respuestas a las preguntas de la epistemología. Y que lo único que tienen en común han sido esas mismas preguntas, que son básicamente las siguientes:

a) ¿En qué consiste el conocimiento?
b)¿Cómo podemos describirlo?
c) ¿Qué tipos de conocimiento hay?
d) ¿Cómo podemos estar seguros de que hemos conocido algo?
e) ¿Cómo distinguir la verdad del error?

En el caso de la Epistemología, aun a pesar de la gran diversidad de posturas que ha producido una reflexión de dos mil quinientos años, hay cierto acuerdo en un esquema y un vocabulario básicos para describir el conocimiento. Podemos identificar en el fenómeno del conocimiento los siguientes elementos:

a. Un sujeto, quien conoce.
b. Un objeto, que puede ser lo que se quiere conocer, lo que se conoce sólo un poco pero se quiere conocer más, o lo ya conocido.
c. La relación entre ambos. Según esta descripción del fenómeno del conocimiento, el objeto “transmite”, por decirlo así, sus propiedades a la mente del sujeto. Por supuesto, esto no significa que las cosas nos revelen con facilidad sus secretos. Por el contrario, si de verdad queremos conocer algo tenemos que hacer muchas cosas para que tal “transmisión” ocurra. Esos conjuntos de cosas o pasos que debemos realizar para conocer son llamados métodos. El más conocido entre nosotros es el método científico, aunque la Filosofía tiene sus propios métodos, que presentaremos brevemente cuando hablemos de lógica.

Este esquema básico es útil, pues incluso cuando no pueda decirse que goza de la aprobación de todos los filósofos, define los términos básicos en los que se expresan incluso los desacuerdos respecto al conocimiento.

Por ejemplo, muchos filósofos no estarían de acuerdo con la idea de que el objeto “transmite” sus propiedades a la mente de un sujeto que las “capta”, pero utilizan este mismo vocabulario (sujeto, objeto, transmisión, etcétera) para expresar y explicar sus objeciones.

Una observación interesante: el mismo avance impresionante de la ciencia que ha significado una relativa pérdida de interés en una de las ramas de la Filosofía, la Metafísica, ha revalorizado otra, la Epistemología. De manera natural, el éxito de la ciencia ha hecho a los filósofos que practican la epistemología preguntarse cómo ha sido posible tal grado de éxito, y cómo puede ser mantenido y transferido al estudio de otras áreas de interés humano. Desde el siglo XIX, y muy especialmente en el siglo XX, la epistemología ha sido básicamente el estudio del conocimiento científico. Al grado de que se habla de “filósofos de la ciencia”, para referirse a pensadores como Karl Popper (1902-1994) y Thomas S. Kuhn (1922-1996), dos de los más reconocidos del siglo XX. Como muestra de su influencia, el criterio que hemos utilizado con anterioridad en este libro para distinguir la perspectiva de la ciencia de las perspectivas de la Filosofía y la religión fue propuesto precisamente por Karl Popper.

3. Lógica

La Lógica estudia el pensamiento desde un punto de vista muy especial. A la lógica le interesa saber qué es el pensamiento correcto, y por lo tanto, cómo debemos proceder para pensar correctamente. Su nombre deriva de la palabra griega logos, que ya comentamos. Es quizás la rama más vasta de la Filosofía, la que más se ha cultivado, sobre la que existen más libros y manuales. Se le ha reconocido siempre una importancia estratégica, porque se ocupa nada más y nada menos de la herramienta indispensable para el oficio del filósofo, que es, como ya decíamos, la capacidad de pensar.

Ahora, al tener un objeto de estudio tan importante, la Lógica interesa a todos, pues claro está, no sólo los filósofos profesionales piensan. En el caso particular de la ciencia, la Lógica también es un instrumento fundamental para garantizar la coherencia de las teorías y las hipótesis. La Lógica además reviste un particular interés para todas las áreas profesionales relacionadas con la comunicación, pues ayuda a hacer claras las ideas, y, por lo tanto, contribuye al mutuo entendimiento. Pero en última instancia, como decíamos, la Lógica nos incumbe a todos, porque puede ayudarnos a pensar mejor, y por eso es aprovechable en todas las áreas de la vida.

Desde la antigua Grecia, la Lógica se ha desarrollado mucho, quizás como ninguna otra rama de la Filosofía.

En buena medida, este crecimiento se debe a que desde finales del siglo XIX se ha asociado con otra rama del conocimiento que también ha florecido como instrumento predilecto de la ciencia: las Matemáticas. Como resultado de esta conexión, la Lógica contemporánea se ha vuelto altamente compleja. Ha desarrollado un lenguaje propio, compuesto por símbolos especiales cuyo conocimiento pleno exige mucho tiempo y esfuerzo. A este proceso se le llama formalización de la Lógica.

Pero sus fundamentos pueden muy bien ser expuestos en el lenguaje que usamos todos los días; por siglos han sido expuestos y explicados de esa manera. En fin, durante dos mil quinientos años la Lógica ha desarrollado muchas definiciones, métodos y técnicas para ayudarnos a pensar mejor, con mayor claridad. No podríamos de ninguna manera estudiarlos por completo en este libro, pero podemos presentar brevemente algunos de las principales.

Algunas herramientas de la lógica

Intuición

En primer lugar, como base del pensamiento, tenemos la intuición o aprehensión. Consiste en la capacidad del ser humano para captar una idea de manera más o menos espontánea. Ahora, ¿qué es una idea? Una idea es una “representación mental de un objeto…”

Es importante que no confundamos esta representación del objeto con su simple imagen. Por ejemplo, podemos decir que poseemos la representación mental del triángulo si lo pensamos como un polígono de tres lados. En cambio, no podemos considerar como la idea del triángulo el triángulo que podemos “ver” en nuestra imaginación: esa es sólo una imagen. Es decir, la idea no puede “verse”, tiene que poder ser expresada con palabras, y a esta expresión se le llama definición en Lógica.

“El hombre es el animal racional” es una definición válida del ser humano. La definición debe incluir lo que hay de universal y necesario en el objeto. Universal significa que sea aplicable a todos los objetos de la misma clase. Necesario, que es una característica del objeto sin la cual dejaría de ser lo que es. En nuestro ejemplo, todos los hombres (y mujeres, claro) están dotados de razón, todos tienen la capacidad de entender ideas y expresarlas en un lenguaje, sin importar el color de su piel, el idioma que hablen o el lugar en que hayan nacido. Por eso la razón puede considerarse como una característica universal del hombre: la encontramos en todos los ejemplos de ser humano que podamos conocer.

De modo similar, es una característica indispensable para ser humano, es decir, necesaria. Al igual que lo es la de ser animal: el hombre no puede ser una planta.

Alguien podría replicar: “Y si por azares del destino, nace una persona con un problema en su cerebro que le impide elaborar ideas, ¿seguiría siendo un ser humano?” La respuesta es clara: por supuesto que sí. ¿Pero entonces nuestra definición es imperfecta, pues deja fuera un caso de ser humano? Es esto exactamente lo que pasa: es decir, hay que revisar nuestra definición para llegar a una mejor, más completa e incluyente. Este ejemplo nos sirve también para darnos cuenta de que en la búsqueda de la verdad ninguna de las ramas de la Filosofía se basta completamente a sí misma, siempre tienen que tomarse en cuenta unas a otras. En nuestro ejemplo, hay consideraciones éticas y políticas que no pueden dejarse de lado al definir al ser humano. En su momento haremos algunas observaciones al respecto y ensayaremos otras definiciones de ser humano.

Volvamos a hablar de definiciones. Dominar la técnica de la definición nos puede ayudar para lograr ideas más claras y útiles. Es decir, fortalece la capacidad para generar ideas que por nuestra naturaleza humana todos poseemos.

Hay reglas para lograr una buena definición. Pocas aptitudes son tan útiles para el trabajo intelectual como saber definir correctamente las cosas. La ciencia no podría progresar si no utilizara definiciones rigurosas, que también son la base teórica y práctica de las profesiones que aprovechan la ciencia para beneficio de las personas, como la Medicina y la Ingeniería. También es una capacidad que se revela muy útil para trabajar en equipo, porque ayuda mucho en la comunicación. Nos permite identificar situaciones en que no estamos entendiendo de igual modo las mismas palabras, y nos puede ayudar a producir un lenguaje común. Todo el que participe en un equipo de trabajo, académico o profesional, sabe cuán importante puede ser esto. Por eso es importante que tengamos en cuenta las siguientes reglas para construir definiciones útiles.

Reglas para una buena definición

  1. La definición debe ser breve, pero completa. Es decir, debe mostrarnos lo que es universal y necesario en el objeto definido, pero de la forma más breve que sea posible. Podríamos decir: “El hombre es un animal que camina en dos pies, y es racional”, y no estaríamos equivocados. Pero la aclaración “camina en dos pies” de alguna manera sale sobrando: con decir que es un animal racional ya tenemos una descripción suficientemente general del hombre (con las reservas que ya comentábamos).
  2. La definición debe ser válida para todos los casos de lo definido, y sólo para esos casos. Si pretendiéramos definir al hombre únicamente como el animal que camina en dos pies, evidentemente estaríamos incluyendo en nuestra definición animales que no son humanos, como los canguros o los avestruces. Nuestra definición no estaría respetando esta regla.
  3. La definición debe ser más clara que lo definido. Por ejemplo, podríamos decir que el hombre es un “antropoide con capacidades eidéticas cuya epidermis se caracteriza por un bajo nivel de pilosidad”, quizás estaríamos en lo correcto, pero nuestra definición no sería útil, porque implicaría que quien la leyera supiera qué significan palabras como “antropoide”, “eidéticas” “epidermis” y “pilosidad”, todas menos comunes que “hombre”, la que corresponde a la idea que nos importa definir aquí.

Observemos dos cosas importantes. Esa definición, que para nosotros es de poca utilidad, podría ser adecuada en un congreso de antropólogos físicos. Lo que nos muestra que a la hora de hacer una definición también conviene que tomemos en cuenta el auditorio al que se la vamos a proponer.

Otra cuestión importante, todas las definiciones tienen supuestos. Es decir, todas descansan en otras definiciones. Entender que “el hombre es un animal racional”, supone que sabemos qué es un animal y qué es racional, es decir, que de alguna manera conocemos sus definiciones. Por eso algunos filósofos han llegado a decir que la mente no “capta” las ideas, sino que las construye a partir de otras. Como hemos dicho, es mejor que nos acostumbremos a ver la Filosofía más como un conjunto de preguntas y debates, que como un inventario de soluciones únicas y definitivas.

  1. La palabra definida no debe entrar en la definición. Si no respetamos esta regla, podemos llegar a expresiones poco útiles desde la perspectiva de la Lógica como decir: “El hombre es todo lo que el hombre es”. En ocasiones las violaciones a esta regla no son tan sencillas de apreciar, como ocurre cuando alguien dice que “La lluvia es lo que cae cuando llueve”. También debemos cuidarnos de utilizar sinónimos en la definición. Decir que “El hombre es el ser humano” o “Un caballo es un equino” son definiciones engañosas, que no nos dicen nada sobre lo que queremos definir. Cuando esto ocurre, decimos que estamos ante una definición que presenta el defecto de la circularidad. Este es uno de los errores que con mayor frecuencia cometemos a la hora de definir.
  2. La definición no debe ser negativa. Es decir, al definir algo debemos tratar de precisar lo que la cosa es, no lo que no es. Esta regla es un poco más flexible que las anteriores. Es decir, siempre será preferible decir lo que las cosas son, a decir lo que no son. En la mayoría de los casos, violar esta regla nos puede llevar a definiciones imprecisas como “El hombre es un animal no cuadrúpedo” (es decir, un animal que no camina en cuatro patas), o innecesariamente complicadas, como sería decir: “El hombre es el animal que no es irracional”. Pero hay casos en que es imposible definir una idea por lo que sí es, y no tenemos otra opción más que mostrar lo que no es.

Por ejemplo, una idea que aparece en la oración anterior, la idea a que se refiere la palabra “imposible” sólo puede ser definida como lo contrario de lo posible. Observemos que comprender esta idea implica que también comprendamos lo posible, que según el diccionario es todo aquello “que puede suceder o ser”.

El juicio

Así como poseemos una capacidad natural para generar ideas, también gozamos de otra para captar relaciones entre ellas. Es decir, somos capaces de formular juicios. Y así como el conocimiento de las reglas de las definiciones nos puede ayudar para construir mejores ideas, estudiar las características del juicio nos pue- de redituar en un fortalecimiento de nuestra capacidad para formularlos. Así que debemos preguntarnos: ¿qué es un juicio? Como decíamos, el juicio es el acto por el que nuestra mente capta una relación entre dos o más ideas. Ahora, en Lógica a las expresiones que comunican juicios, es decir, que comunican estas relaciones, se les llama proposiciones (no confundir con las preposiciones, que son el tipo de palabras, casi siempre pequeñas, que usamos para añadir a un enunciado un com- plemento, como hemos visto en nuestras clases de español).

Las proposiciones no son otra cosa que enunciados, tienen las mismas partes básicas: sujeto, verbo y predicado. El sujeto es la idea de la que se afirma o niega algo; el predicado es la idea que se afirma o niega del sujeto. El verbo establece la relación entre ambos. Una aclaración: en las proposiciones que utilizamos en Lógica el verbo más común es el verbo ser. Así, el enunciado: “Esta mesa es metálica” es una proposición. “Mesa” es el sujeto del que se está afirmando, con la forma verbal “es”, otra idea, “metálica (estar hecho de metal)”. La importancia de la proposición radica en que en ella siempre se niega o afirma algo acerca de alguna cosa, a diferencia de la idea, que simplemente nos indica la presencia de una cosa.

Esto es de gran importancia, porque significa que de una proposición podemos decir si es verdadera o falsa, a diferencia de lo que ocurre con las ideas singulares. Ante la expresión “hombre”, no podemos decir si es verdadera o falsa. En cambio si decimos “El hombre es mortal” sí podemos determinarlo. En este caso, estamos ante una proposición verdadera, pero también hay proposiciones falsas, como “mi gato es marciano”.

Ahora, acabamos de hablar de la verdad y la falsedad, como las dos “cosas” que pueden “ocurrirle” a las proposiciones. Lo más natural, es que a continuación nos preguntemos: “Pero ¿qué es la verdad?”.

Antes de continuar, hay que comentar que la Lógica tiene dos grandes ramas, y el contestar la pregunta acerca de la verdad nos obliga a pasar de una a otra: de la Lógica formal, que se pregunta: ¿cómo podemos producir pensamientos correctos? a la llamada Lógica material, que podemos identificar con la pregunta: ¿cómo pode- mos producir pensamientos verdaderos? No podemos tratar con detalle ninguna de las dos, por el espacio y el tiempo que eso demandaría. Hemos decidido centrarnos en el estudio de algunas de las herramientas que la Lógica formal nos ofrece para pensar con corrección. Pero el tema de los juicios, y las expresiones que los fijan y comunican, las proposiciones, nos conduce ante el tema de la verdad.

La verdad, en Lógica, es la situación en que lo afirmado o negado por una proposición corresponde con la realidad. La verdad es la unión, el contacto de la inteligencia humana con la realidad. Es la situación en que una realidad es conocida por el hombre. Es una realidad conocida. Todas las cosas son reales, pero no necesariamente verdaderas; las cosas en sí no pueden ser ni verdaderas ni falsas. Para poder ser verdaderas o falsas, las cosas requieren “tripular” una proposición formulada por el hombre, porque verdaderas o falsas sólo pueden ser las proposiciones formuladas por el ser humano.

Lo más importante es que entendamos que, desde la perspectiva de la Lógica, la verdad es algo a lo que sólo podemos acceder gracias a las proposiciones. “Tener” una verdad, es saber que tenemos una proposición que es verdadera. Por supuesto, hay proposiciones falsas, que afirman algo que no corresponde a la realidad, pero toda verdad humana viene “contenida” (“envasada”, quisiéramos decir) en una proposición. Sin nuestra capacidad para formular proposiciones seríamos incapaces de conocer la verdad; y esto no sólo es válido en Filosofía, también en la ciencia. Las hipótesis, que hemos estudiado como parte del método científico, no son otra cosa que proposiciones formuladas por los investigadores, para ponerlas a prueba en experimentos, y así determinar si corresponden a lo real o no. Por ello, algunos filósofos han afirmado – de una manera elegante y precisa – que las proposiciones son “la sede de la verdad”.

El raciocinio

Hasta ahora hemos visto que contamos con una capacidad natural para manejar ideas y para relacionarlas entre sí en juicios. También hemos visto que podemos fortalecer esas capacidades mediante las herramientas de la definición y la proposición.

Pero tenemos otra aptitud lógica, que complementa a estas dos: la aptitud para el raciocinio. Podemos definir al raciocinio como la operación mental que nos permite obtener nuevos conocimientos a partir de los conocimientos que ya poseemos.

Así, en un raciocinio siempre hay conocimientos que ya tenemos, y conocimientos nuevos que producimos a partir de ellos. En Lógica, a los conocimientos que ya poseemos los llamamos premisas, y a los conocimientos nuevos que nuestras mentes elaboran a partir de ellos, los llamamos conclusiones. Tanto las premisas como las conclusiones consisten en proposiciones, que como ya vimos, son enunciados que expresan juicios.

En Lógica, decimos que hay dos tipos básicos de raciocinio: el inductivo y el deductivo. El inductivo es el que lleva a conclusiones (o consecuentes) generales a partir de premisas que describen casos particulares. Así, supongamos que una persona observa repetidamente que cada vez que se nubla el cielo llueve. Es de esperarse que tal persona razone así: “Cuando haya cielo nublado, entonces lloverá”. Este raciocinio sería un raciocinio de tipo inductivo, pues parte de observaciones particulares (ayer estaba nublado, y llovió, hoy ocurrió lo mismo, mañana también, etcétera) para llegar a una conclusión que toma la forma de una ley general.

La inducción es un importante instrumento para conocer la naturaleza y la sociedad. Gracias a nuestra capacidad para llevarla a cabo nos hemos acercado al conocimiento de las leyes que explican los fenómenos de la naturaleza y las tendencias que configuran nuestras sociedades.

Pero debemos ser cuidadosos con la inducción. Si ponemos atención en la forma de proceder de los científicos que estudian la naturaleza y la sociedad, observaremos que los requisitos que se imponen para extraer una ley científica de un conjunto de observaciones son muy exigentes. Es frecuente ver a los científicos caer en falsas generalizaciones. Incluso hay dos ramas de las Matemáticas que atienden este problema, y continuamente diseñan pruebas para determinar si una generalización tiene valor científico o carece de él: la Estadística y la Probabilidad.

También en nuestra vida cotidiana debemos manejar con cuidado nuestra capacidad para razonar de manera inductiva. Al usarla con precipitación podemos con- tribuir a la producción de prejuicios, que son, como ya hemos comentado, ideas equivocadas que provocan injustamente la discriminación y exclusión de personas inocentes. Por ejemplo, si vemos que muchas personas que han tenido problemas con la policía provienen de medios sociales poco favorecidos, podríamos concluir erróneamente que la gente pobre tiende a cometer delitos. Este es un ejemplo de una inducción apresurada, equivocada, y por sus consecuencias para la comunidad, aberrante. Porque si analizáramos con detenimiento el tema, con verdadero espíritu científico, encontraríamos que son muchísimas más las personas que, aun siendo pobres, no cometen delitos, sino dedican sus vidas al trabajo, al estudio y a ver por sus familias. Adicionalmente, veríamos que también hay mucha gente de posición económica acomodada que sí comete delitos. Así, nuestra conclusión inicial, de que la pobreza conduce al delito, se revelaría como un juicio falso.

Estas consideraciones sobre la inducción nos dan la pauta para presentar otro procedimiento fundamental en Filosofía, en ciencia, y en toda otra actividad de pensamiento: la crítica. La crítica es un proceso de prueba al que sometemos las ideas, proposiciones y raciocinios para determinar si son verdaderos o falsos (o, en su caso, para reconocer lo que tienen de verdadero y de falso). En el caso de los raciocinios inductivos, lo recomendable es criticarlos buscando ejemplos de casos que los contradigan. Como hicimos en nuestro ejemplo, en que encontramos casos de personas pobres que no cometen delitos, y de personas adineradas que sí lo hacen, y por lo tanto quedó establecida la falsedad de nuestra premisa inicial.

La inducción es una de las formas del raciocinio, que como veíamos, es el procedimiento por el que podemos generar ideas nuevas a partir de las que ya poseemos. La otra forma del raciocinio que vamos a estudiar brevemente es la deducción. La deducción sigue el camino inverso al de la inducción: nos conduce de ideas generales a conclusiones particulares.

Por ejemplo, si recordamos lo que estudiamos en el capítulo sobre pensamiento mítico, en el que vimos que – en tiempos antiguos – todos los pueblos percibían y pensaban el mundo en términos de sus mitos, es natural que concluyamos que también los pictos, que fueron un pueblo que ocupó en la antigüedad lo que hoy es Escocia, seguramente también tuvieron mitos. Pensar así es pensar deductivamente, pues hemos generado una idea acerca de una realidad particular (el pueblo picto tuvo mitos) a partir de una idea general (que todos los pueblos antiguos tuvieron mitos).

Podemos representar cómo funcionó – en este ejemplo – la deducción:

  1. Todos los pueblos antiguos tuvieron mitos,
  2. Los pictos fueron un pueblo antiguo,
  3. Por lo tanto, los pictos tuvieron mitos.

Este modo de elaborar y representar raciocinios deductivos se llama silogismo. El silogismo es una de las herramientas que la Lógica nos ofrece para pensar con claridad y corrección. Como podemos observar, el silogismo comienza con una proposición de carácter general, es decir, una proposición que se refiere a muchos individuos, o en el mejor de los casos a todos los individuos de una clase determinada de cosas. De hecho, casi siempre la podemos identificar porque comienza con la palabra todos: todos los perros son mamíferos, todos los seres humanos son iguales ante la ley, son ejemplos de proposiciones generales o universales.

Como decíamos, un silogismo comienza siempre con una proposición de este tipo, y es seguida por otra proposición en la que se afirma algo sobre un individuo. La conclusión une a las dos proposiciones en una nueva proposición, que – dadas ciertas circunstancias – puede ser un nuevo conocimiento.

Otro ejemplo de silogismo, muy utilizado en libros de textos de lógica es:

  1. Todos los hombres son mortales.
  2. Sócrates es hombre.
  3. Por lo tanto, Sócrates es mortal.

El silogismo es una forma de pensamiento y puede ser aplicado a prácticamente todos los temas que se nos ocurran. Es el modo más utilizado en la ciencia para producir hipótesis a partir de teorías generales.

Por ejemplo, como vimos en nuestra clase de Física, la primera Ley de Newton nos dice que:

  1. Todo cuerpo persevera en su estado de reposo o movimiento uniforme y rectilíneo, a no ser que sea obligado a cambiar su estado por fuerzas impresas en él.

Enseguida, podríamos imaginarnos que un cuerpo, digamos un balón de futbol rueda por una cancha. Podemos hacer una proposición con este hecho:

  1. El balón rueda por la cancha.

Entonces, según la primera ley de Newton, tenemos que concluir dos cosas:

3a. El balón recibió el impulso de una fuerza (pues de lo contrario hubiera permanecido en reposos); y
3b. El balón seguirá moviéndose indefinidamente a menos que una fuerza lo frene.

La primera conclusión, la 3a, puede parecernos muy obvia, pero no perdamos de vista que la hemos obtenido deductivamente de una ley Física, que a su vez puede parecer muy simple, aunque la verdad es que la humanidad tardó siglos en concebirla y expresarla de manera clara y sencilla (Newton la publicó en 1687).

En cuanto a la segunda conclusión (3b), nos puede llevar a consideraciones más interesantes. En el caso del balón, sabemos que aunque ningún cuerpo lo frene (como una barda, o el pie de un futbolista) se detendrá en determinado momento. Como sabemos, también gracias a nuestra clase de Física, eso ocurrirá debido a la acción combinada de las fuerzas de la fricción y la gravedad.

Ahora, podríamos preguntarnos: ¿si no hubiera fricción, y ningún otro cuerpo lo detuviera, un cuerpo en movimiento se movería infinitamente? Y esto es casi exactamente lo que pasa con los cuerpos en movimiento en el espacio exterior, más allá del campo gravitacional de la Tierra. Así, a partir de una ley Física, gracias a un silogismo, podemos saber qué ocurre con el movimiento de los cuerpos en un lugar en el que nunca hemos estado y nunca estaremos (a menos que algún día nos convirtamos en astronautas, claro).

Los pocos seres humanos que han podido visitar el espacio han hecho experimentos para conocer el comportamiento de los cuerpos en ausencia de fricción y gravedad, y han encontrado que esa hipótesis, que nosotros obtuvimos por deducción, es verdadera. A este modo de proceder, el más común en la ciencia, se le llama método hipotético-deductivo.

Es importante que tengamos presente que en las situaciones reales los raciocinios tanto inductivos como deductivos se presentan casi siempre envueltos, empaca- dos, por decirlo así, en textos argumentativos. Es decir, casi nunca los encontrare- mos expresados en silogismos como los que hemos visto, sino inmersos en textos escritos con el objeto de convencernos de algo, y que por lo tanto recurren a pa- labras y expresiones que pretenden hacer más atractivas sus conclusiones. O por el contrario, pueden tratarse de escritos producidos con la intención de hacernos rechazar algo, para lo cual se apoyarán en términos y frases de carácter más o menos peyorativo.

Por eso es muy útil tener una noción acerca del funcionamiento de los silogismos, pues nos da la posibilidad de identificar las premisas y las conclusiones presentes en un texto argumentativo, y valorarlas de un modo más objetivo. Reconstruir el silogismo presente en un texto argumentativo equivaldría a algo así como ver su “esqueleto”.

El raciocinio es el proceso superior de la Lógica, el que la vincula con la realidad, con la vida.

Veamos un ejemplo de cómo podemos practicar esta habilidad de “extraer” de un texto su columna vertebral argumentativa. Para facilitar las cosas, marcaremos con números los párrafos dónde se encuentran los elementos del silogismo, en el orden que los conocimos. Supongamos que leemos lo siguiente:

  1. Para tener un pasto verde y terso, hay que dedicarle muchos cuidados. Podarlo regularmente y, sobre todo, asegurarse de que tenga siempre suficiente agua y abono. Las superficies cubiertas con césped son de las que más agua necesitan.

El futbol, por su parte, es un deporte que de preferencia se debe practicar sobre una superficie de césped de la mejor calidad, pues requiere que las pelotas con que se juega rueden sin que nada interfiera con su trayectoria. Una cancha de futbol mide aproximadamente 3,000 metros cuadrados.

  1. Es decir, un campo de futbol requiere mucha agua, mucha más que la necesitada por un campo del mismo tamaño que se ocupara con otro tipo de cultivo o vegetación.

En este breve texto sobre césped, agua de riego y futbol, hay dos premisas y una conclusión. Para facilitar las cosas, hemos numerado los párrafos. En el primero hay una premisa general; en el segundo, una particular, y en el tercero podremos encontrar una conclusión. ¿Puedes identificarlas?

Si aplicamos lo que ya sabemos sobre silogismo, encontraremos, en el primer párrafo una premisa de carácter general. Podemos construir una proposición con ella, que podría ser más o menos esta:

Las grandes extensiones de césped requieren mucha agua.

A continuación, leamos con atención el segundo párrafo. ¿Qué debemos encontrar en él? Una afirmación sobre algo particular, que de alguna manera se relaciona con la proposición que extrajimos del primer párrafo. Podría ser algo más o menos como:

Una cancha de futbol es una gran extensión de césped.

Finalmente, en el tercer párrafo encontramos la conclusión, en la que por fin apare- cen enlazadas las dos proposiciones que ya obtuvimos. La nueva proposición, en que ya aparece un conocimiento que antes no poseíamos, puede ser algo parecido a:

Las canchas de futbol requieren mucha agua.

El silogismo completo que hemos obtenido a partir de la lectura atenta que hicimos del texto queda:

  1. (Premisa general) Las grandes extensiones de césped requieren mucha agua.
  2. (Premisa particular) Una cancha de futbol es una gran extensión de césped.
  3. (Conclusión) Las canchas de futbol requieren mucha agua.

El diálogo

Hasta ahora hemos visto métodos filosóficos que cada quien puede, por sí mismo, poner en marcha en la intimidad de su mente. Pero no fueron estos los primeros métodos utilizados por la Filosofía. Más bien al contrario, en la Atenas del siglo V, considerada por muchos como el paraíso en la historia de la Filosofía, el pensamiento era una actividad compartida, no tanto privada. En Filosofía, en el principio fue el diálogo.

El diálogo, como veremos con cierto detalle más adelante, fue el método utilizado por el primer filósofo que escribió sus ideas, y que sigue siendo hasta hoy el más influyente y famoso de todos: nos referimos ni más ni menos que al mismísimo Platón, quien vivió en Atenas en el siglo V a. C.

¿Has escuchado aquella frase que dice: “dos cabezas piensan mejor que una”? Pues el diálogo es el método por el que esto es posible: es la estrategia mediante la cual dos o más “cabezas” pueden colaborar para acercarse a la verdad, de manera más precisa y segura que la que podrían lograr cada una por separado.

Como veíamos, para los griegos el nous es la capacidad que tenemos todos los seres humanos de identificar la verdad de las cosas, y distinguirla de la falsedad. Algo muy parecido a lo que llamamos hoy razón. Después vimos que la verdad y la falsedad son atributos, no de las cosas, sino de las proposiciones. Es decir, por ejemplo: un perro labrador color miel no puede ser ni verdadero ni falso; en cambio, la proposición “ese perro es un labrador color miel” sí será necesariamente verdadera o falsa.

Ahora, hay proposiciones sobre las que es muy fácil decidir si son verdaderas o no, porque se refieren a realidades familiares para nosotros, con las que tenemos contacto cotidiano. Siguiendo con nuestro ejemplo, los más probable es que estemos fundamentalmente de acuerdo con las personas cercanas a nosotros respecto a lo que es un perro y a lo que nos referimos como color miel. En cambio, hay otras realidades sobre las que no es tan fácil decidir. Por ejemplo, ¿qué es la justicia? o ¿qué es la belleza? Aunque, de manera algo misteriosa y difícil de explicar, sabemos cuándo estamos en presencia de algo bello, o un acto o acontecimiento que nos parece justo, es muy difícil definir la belleza o la justicia. Una revisión de la historia del pensamiento lo confirmaría: tras dos mil quinientos años de Filosofía, aun hoy se continúa discutiendo acerca de estos temas.

Para acercarnos a una definición de estos temas complejos es mejor proceder mediante el diálogo. ¿Por qué? Porque la verdad sobre estos temas es tan vasta, que difícilmente una sola persona puede comprenderla completa. Lo más probable, es que cada uno de nosotros sólo conozca “una parte” de la respuesta a preguntas sobre realidades tan abstractas como la belleza o la justicia, pero que indudablemente existen. Si no existieran, ¿por qué disfrutamos tanto contemplando ciertos paisajes o escuchando cierto tipo de música, por ejemplo?

En la antigua Grecia, los filósofos se aproximaban a la verdad por medio del diálogo. Alguien proponía una definición, después el interlocutor o interlocutores la cuestionaban. La definición original era modificada para corregir el defecto que el cuestionamiento había señalado, y con ello se lograba una mejor definición. El procedimiento se repetía hasta que al final se lograba una definición mucho más precisa y sólida que la inicial.

Observemos que a los filósofos que participaban en estos ejercicios de diálogo, de los que veremos algún ejemplo cuando hablemos acerca de Platón, les interesaba ante todo acercarse lo más posible a la verdad, no ganar una discusión. (De hecho, Platón pensaba que es esto, la intención con la que se participa en un intercambio de ideas, lo que distinguía al verdadero filósofo, en contraste con el sofista, un tipo de pensador que hacía otro uso de las ideas y las palabras, sobre el que aprenderemos un poco más en otro momento.)

En esa Grecia antigua el diálogo era, y sigue siendo en nuestras sociedades democráticas, mucho más que un método filosófico. No es solamente una herramienta para crear, evaluar y perfeccionar las ideas: también es el medio por excelencia de la convivencia civilizada. Nadie puede dialogar solo; por eso un genuino diálogo implica reconocer a los demás como seres humanos dotados de razón (es decir, de capacidad para buscar y encontrar la verdad.) Así, el diálogo es también un camino al mutuo reconocimiento, y frecuentemente da pie a sentimientos de fraternidad.

Tampoco es posible pensar en una sociedad democrática en la que no se dialogue de forma continua, pues precisamente lo que distingue a las sociedades democráti- cas es que en ellas la capacidad de decidir no es patrimonio exclusivo de nadie. La democracia parte del principio de que las mejores decisiones son las que benefician a la comunidad en su conjunto, y de que para encontrar esas decisiones es necesa- rio discutirlas una y otra vez.

En resumen, el diálogo es uno de los grandes descubrimientos del ser humano, im- portante desde el punto de vista del conocimiento, de las relaciones interpersonales y de la organización política.

Pensar es un arte, y el diálogo es uno de sus más importantes instrumentos. Y al revés de lo que ocurre con otros instrumentos, para utilizar el diálogo se requiere al menos de dos personas. Dialogando “cincelamos” las ideas, las perfeccionamos, las hacemos más parecidas a la realidad a que se refieren, más útiles para comprender el mundo a nuestro alrededor, y nuestro mundo interior también.

4. Ética

Desde la perspectiva mítica, hay dos problemas, dos preguntas que contestar: ¿cómo conocer la voluntad de los dioses? y ¿cómo hacer que esa voluntad nos sea favorable? La adivinación pretende responder a la primera pregunta, los rituales a la segunda. Se parte de una inquietud sobre lo que nos depara el destino, y se trata de investigar qué nos pasará en el futuro. También se da por supuesto que para el hombre es suficiente con que sus circunstancias de su vida sean razonablemente buenas y estables.

La perspectiva ética se funda en una preocupación similar, pero en contraste, no se pregunta por la voluntad de los dioses, ni se inquieta demasiado por ella. Tampoco parece compartr la convicción de que los dioses pueden resolver los problemas fundamentales, ni da por hecho que al hombre le baste una razonable abundancia para vivir bien y realizarse.

En sus momentos iniciales, la Ética trató de determinar qué le conviene hacer a los hombres independientemente de lo que les depare el destino.

Los primeros filósofos desarrollaron un cierto escepticismo respecto a los dioses: en los mitos mismos éstos son mostrados como seres demasiado parecidos a los seres humanos, propensos a arrebatos emocionales, víctimas recurrentes de toda clase de pasiones y codicias. Nada garantizaba, como algún desastre natural o derrota militar lo dejaban ver de vez en cuando, que los rituales los hicieran siempre propicios a los hombres. Después de todo, no se puede obligar a un dios a que haga algo.

Además, asumían distintas formas según la cultura de que se tratara: en Egipto y Mesopotamia se adoraban dioses distintos a los de Grecia, ¿cuáles serían los ver- daderos? ¿cómo saberlo?

Por último, los primeros filósofos también se daban cuenta de que la prosperidad material, que en esos tiempos, digámoslo, solía reducirse a tener qué comer y dónde refugiarse, tampoco garantizaba al hombre su bienestar. ¿No habitaban al hombre fuerzas, inclinaciones, que muchas veces lo hacían actuar en contra de su propio interés? Al igual que nosotros, los primeros filósofos veían todos los días ejemplos de cómo la ambición, la envidia, la soberbia, la embriaguez, en resumen, la incapacidad para moderarse, amenazaban a todos los hombres y mujeres, y destruían a algunos de ellos, quizás a muchos. Los destruían desde adentro, por así decirlo, además de, por supuesto, confrontarlos entre sí. Así, tenían claro que los riesgos que el hombre encontraba dentro de su propia alma eran tan apremiantes y potencialmente destructivos como los que podían amenazar su existencia Física, es decir, las fuerzas de la naturaleza fuera de control.

Así, desconfiando de los dioses, de la capacidad del hombre para conocer la voluntad de éstos y del reconocimiento de la seriedad de los peligros que acechan a cada ser humano desde su interior, nació una nueva perspectiva, expresada por una nueva pregunta: ¿cómo debo vivir? En ese momento nació la Ética.

5. Filosofía política

Anteriormente propusimos definir al ser humano como el animal racional. Otra vía para definirlo, igual o más precisa, es tomar su esencia social como su principal característica, porque el hombre es necesariamente un ser social, es decir, no puede ser hombre por sí solo: un ser humano, para serlo de verdad, requiere necesariamente la presencia de por lo menos otro ser humano. Y esto no sólo porque obviamente es imposible para los bebés humanos sobrevivir por sí mismo durante sus primeros años de vida, sino, además y sobre todo, porque aunque todos los seres humanos nacemos con la aptitud natural para pensar y hablar, ninguno podría desarrollarla por sí mismo.

¿Cómo llegaríamos a hablar si no tuviéramos alguien de quién aprender las palabras y cómo utilizarlas, si alguien no nos hablara antes a nosotros, si no tuviéramos a quién dirigirnos? Y si no pudiéramos hablar, tampoco podríamos pensar.

Recordemos que, según una intuición genial de los primeros filósofos griegos, confirmada por la pedagogía moderna, logos significa “palabra”, por una parte, y “razón”, o “pensamiento”, por otra. Es decir, nuestra capacidad de pensar depende estrechamente de nuestra capacidad de hablar y escribir. Por supuesto, tampoco el diálogo, que como vimos es la herramienta más poderosa con que cuenta el pensamiento, es posible a menos que haya por lo menos dos seres humanos.

Esto es lo que significa decir que el hombre es un ser social: para bien y para mal las personas sólo existimos en grupo. En realidad, los seres humanos no vivimos, más bien convivimos. Ahora, la convivencia nos enfrenta con más de una cuestión importante. Como vimos, la Ética se pregunta por lo que es mejor para nosotros como individuos. Pero dado que sólo podemos existir como individuos gracias a nuestra pertenencia a un grupo, la pregunta por lo que nos conviene como seres únicos e irrepetibles está apretadamente amarrada a la pregunta por lo que le conviene al grupo al que pertenecemos y nos permite existir como seres humanos. Por eso la Ética y la Filosofía política están fuertemente asociadas: se complementan. Aunque tampoco podemos ignorar la diferencia entre ambas.

La reflexión ética tiene por objetivo ayudarnos a decidir qué acciones son más con- venientes para nosotros, mientras que la reflexión política nos invita a buscar lo que es mejor para la comunidad a la que pertenecemos. La Ética nos involucra en la búsqueda de los actos que nos benefician como personas, la Filosofía política en la de las instituciones y leyes que convienen a nuestra comunidad. Y así como en el ámbito de lo íntimo cada ser humano goza del derecho a hacer lo que quiere (siempre que no interfiera con los derechos de los demás), en el área de lo político nadie tiene el derecho de imponer ni las leyes ni las instituciones ni los objetivos de éstas: al ser la comunidad política algo que nos pertenece a todos, lo que se haga con ella tiene que ser aprobado por todos, o al menos, por la mayoría.

Por supuesto, esta idea de que todos los miembros de una comunidad tienen el derecho a participar en la elaboración de las leyes que la gobiernan, a elegir a sus gobernantes y a decidir acerca de los asuntos que afectan a todos, y que hoy nos parece tan aceptable y acertada, no ha predominado siempre. Si revisamos la historia de la humanidad, encontraremos que lo más común para los hombres ha sido ser gobernados por monarcas o dictadores, y que los periodos históricos en los que han logrado el derecho (y el deber) de tener alguna injerencia en los asuntos comunes son más bien la excepción que la regla.

Fue también en algunas ciudades griegas de la antigüedad, especialmente en Atenas, que esta idea, que llamamos democracia, se abrió paso y fue llevada a la práctica. No es casualidad que la democracia y la Filosofía hayan nacido juntas. El pensamiento mítico, recordemos, presentaba una descripción del mundo que servía para saber qué eran las cosas, y cómo debía uno comportarse y qué rituales celebrar para obtener ciertos resultados: una buena cosecha, hijos e hijas sanos, una larga vida.

Como descripción del mundo, el pensamiento mítico también establecía quién o quiénes debían gobernar a los hombres, y al igual que suponía que los dioses se engendraban entre sí, también disponía que ese derecho a gobernar se transmitiera de padres a hijos.

Una de las creencias centrales en prácticamente todas las visiones míticas que conocemos (al menos las vigentes en sociedades agrarias, como lo eran en principio las ciudades-Estado griegas en las que nació la Filosofía), es la que afirma el carácter sagrado del poder, y por extensión, de la persona y la familia que lo ejerce. Por eso, en la antigua Grecia arcaica, y aun en la Roma prerrepublicana, el rey era también el más importante de los sacerdotes.

Como nos podemos imaginar, la Filosofía, al preguntar, al exigir explicaciones racionales no sólo de los fenómenos de la naturaleza, sino también de lo que ocurría en el ámbito de las relaciones entre seres humanos, debilitó de modo definitivo esta perspectiva. En adelante, la autoridad para gobernar no podría ser heredada, sino que tendría que provenir del acuerdo de los ciudadanos. Los hombres comenzaron a ser gobernados no por una persona elegida por los dioses, sino por una elegida por ellos mismos. Esa forma de gobierno fue quizás el más brillante de los inventos de los griegos. aún hoy nos referimos a ella con la palabra que ellos crearon para nombrarla: democracia.

6. Estética

La Estética es la disciplina filosófica que trata de entender la belleza y el arte. Por ello representa uno de los mayores retos a los que se ha enfrentado el pensamiento racional en sus dos mil quinientos años de vida. ¿Por qué? Veamos.

Lo que interesa a la Estética es explicar por qué algo, que puede ser un paisaje, un animal, una obra de arte, una canción o un poema, nos parece bello. Es decir, la estética parte de los sentimientos que provocan en nosotros las cosas que llamamos bellas, y se esfuerza por determinar cómo es que esas cosas producen ese efecto y qué tienen en común.

Como nos podemos imaginar, el problema comienza cuando nos damos cuenta de que existe una gran variación entre lo que a las personas nos parece bello. Lo que a uno le gusta, otro lo encuentra aburrido o aun desagradable. Y visceversa. Y aun cuando es probable que a ti y a tus amigos o amigas les gusten cosas parecidas, por ejemplo, en el terreno de la música, también lo es que ese acuerdo sea más débil cuando comparamos nuestros gustos con los de nuestros padres o con los de personas que viven muy lejos de nosotros. Y por supuesto, la historia del arte revela con claridad que lo considerado bello ha variado a través de las distintas épocas, a veces bruscamente.

Por esto es muy difícil encontrar algo universal en los objetos bellos, algo común a todos que permita identificarlos. Al punto de que en el siglo XX llegó a ser una opinión más o menos común entre muchos artistas y críticos de arte que el proyecto de la Estética no tenía mucho sentido, y por lo tanto era mejor abandonarlo.

Se pensaba que la gran explosión artística del siglo XX estaba demostrando que la belleza podía evolucionar de gran cantidad de maneras, imposibles de prever, y con muy poco en común entre ellas. Se cuestionó incluso la idea, vigente durante siglos, de que el arte tuviera por objetivo la creación de cosas bellas. Muchos de los artistas de la actualidad ya no se esfuerzan por crear cosas bellas, sino cosas sorprendentes, que nos conmuevan o nos hagan reflexionar.

Como hemos insistido, todos los temas filosóficos han sido, siguen siendo y probablemente serán por siempre, objetos de debate, no sólo los de la Estética. Pero a diferencia de, por ejemplo, la Filosofía política, que parece haber encontrado en la democracia una idea y unos valores ampliamente aceptados, al menos en nuestra época, la Estética está muy lejos de haber producido un concepto de belleza aceptado por la mayoría de los filósofos y artistas. Entonces, ¿qué importancia puede tener para nosotros la Estética?

A continuación, presentamos dos obras maestras de la pintura. La segunda fue pintada por Palu Cézanne (Francia, 1939-1906) aproximadamente 400 años después que la primera, de Nicolás Poussin (Francia, 1594-1665). Ambas han sido llamadas “bellas”. ¿Tú qué opinas?

Hay, sin embargo, entre los logros de la estética, dos ideas que muy bien pueden enriquecer nuestra experiencia del mundo a nuestro alrededor.

La experiencia estética

En primer lugar, aunque como veíamos, no ha sido nada sencillo establecer de una vez por todas qué es la belleza, la reflexión estética sí ha logrado un cierto éxito en delimitar su campo de estudio. Immanuel Kant (Prusia, 1724-1804), uno de los más importantes filósofos que haya existido, y a quien nos encontraremos más adelante, logró reconocer qué es lo que hace a la experiencia de la belleza una experiencia especial, distinta a cualquier otra. Nos dice Kant: sabemos que estamos en presencia de la belleza porque sentimos placer al contemplarla (o escucharla, en el caso de la música), pero no cualquier placer, sino un placer desinteresado. Es decir, un placer que no tiene nada que ver con la satisfacción de nuestras necesidades. El placer de comer sería un ejemplo, utilizado por Kant, por cierto, de un placer no estético, porque comer, aun pudiendo ser también un placer (¡¿quién se atrevería a negarlo?!), es al mismo tiempo un procedimiento mediante el cual satisfacemos una de nuestras más importantes necesidades biológicas. En contraste, reconocemos el placer estético porque lo experimentamos aunque no tenga nada que ver con nuestras necesidades, deseos o intereses. Es lo que experimentamos ante un paisaje impresionante o una escultura intrigante. Simplemente, sentimos que podemos verla durante horas, sin que eso nos sirva para ninguna otra cosa. Es más: en ocasiones hasta tenemos que hacer un esfuerzo para abandonar nuestra contemplación y atender nuestras responsabilidades y necesidades. Esta es la experiencia estética, según Kant.

La actitud estética

Ahora, a la búsqueda de la experiencia estética se le ha llamado actitud estética. Consiste en poner atención a las obras producidas por las artes (pintura, escultura, música, etcétera), y dar así la oportunidad para que se produzca el placer de la experiencia estética. La actitud estética implica que dejemos a un lado, por unos momentos, nuestras preocupaciones, necesidades e intereses, y demos la oportunidad a la obra de arte o al espectáculo natural de mostrarnos lo que tiene que comunicarnos y conducirnos al contacto con la belleza. Como disciplina filosófica, la Estética nos importa quizás no tanto por las teorías sobre la belleza y el arte que haya desarrollado, sino sobre todo por la invitación que nos hace a buscar un espacio y un tiempo para intentar establecer contacto con la belleza. De hecho, hay una educación estética, gracias a la que podemos aprender a apreciar el valor de una obra de arte, la perfección de la ejecución con que fue creada, la innovación que representa frente a las obras que la precedieron y la influencia que ejerció en el arte posterior a ella.

Si perseveramos en ella, la actitud estética puede repercutir a su vez en nosotros: sabemos que tal cosa ocurre en el momento en que surge en nosotros el deseo de crear la belleza, de ir más allá en la experiencia estética, y no conformarnos con simplemente experimentar la belleza que nos espera en los objetos creados por los artistas, o en los espectáculos de la naturaleza. El efecto máximo que el gusto por el arte puede tener en nosotros es el de hacernos querer ser artistas. Casi todas las personas experimentamos en algún momento este deseo, y es importante cultivarlo.

Seguramente te ha llamado la atención que algunas personas que conoces tienen gusto y facilidad por el dibujo, otras tocan muy bien algún instrumento musical, o escriben historias interesantes, de un modo que las hace atractivas. O puede ser que hayas conocido a alguien que actúa en obras de teatro. O quizás seas tú quién disfruta hacer alguna de estas cosas. A estos gustos, a estas aficiones, podemos llamarlas inclinaciones artísticas, y casi siempre despiertan en nosotros por el contacto con alguna obra de arte. Todas y todos tenemos alguna (o algunas) inclinación artística. Quizás sintamos ganas de escribir cuentos, poemas, o historias de nuestra comunidad; en ese caso descubriremos que la escritura creativa es un poderoso instrumento de expresión y autoconocimiento.

O puede ser que disfrutemos tocar en la guitarra o en otro instrumento musical canciones que nos gustan. Quizás hasta decidamos escribir e interpretar nuestras propias canciones. Hay quién considera que la música es único arte que no tiene que limitarse a representar emociones, sino que puede crearlas. También es posible que nos estimule la idea de actuar en obras de teatro. Descubriremos que la actuación nos obliga a ponernos en lugar de alguien más, imaginar cómo siente y piensa. O podemos emprender la aventura de las artes plásticas, y dibujar, pintar, grabar o esculpir visiones que recojamos de nuestro alrededor, o directamente de nuestra imaginación. Las artes plásticas nos permiten expresar lo que es importante y significativo para nosotros, a veces de modo más poderoso que las palabras.

Cualquiera que sea el caso, es muy importante que cultivemos nuestras inclinaciones estéticas, nuestros deseos de practicar alguna disciplina artística. Al practicar una disciplina artística apreciamos y gozamos aún más con las obras de arte, pues nos damos cuenta con más claridad del mérito técnico e imaginativo que está detrás de ellas. Además, la práctica del arte nos estimula para desarrollar cualidades como la paciencia, la disciplina, la perseverancia y la capacidad de poner atención. También nos da la oportunidad de conocer nuevos amigos y amigas, que a veces pueden vivir en lugares muy lejanos. Las artes son una de esas cosas que pueden unirnos como seres humanos más allá de nuestra nacionalidad o idioma. Es un auténtico lenguaje universal: a donde quiera que vayamos encontraremos personas que disfrutan y aman la pintura, la música, la literatura, etcétera. Por cierto, de nuestro país son originarios algunos destacadísimos artistas, escritores y músicos, reconocidos y celebrados en todo el mundo. ¿Conoces algunos?

La actitud estética, es decir, la capacidad para apreciar la belleza en la naturaleza y las obras humanas, es una parte de la vida que nos conviene preservar. Por lo común, nos vemos obligados a dedicar la mayor parte del día a atender nuestras responsabilidades, y nos acostumbramos a valorar las cosas principalmente según la utilidad que tengan para nosotros, según cuánto nos pueden facilitar el logro de nuestros objetivos y la satisfacción de nuestras necesidades. Y es normal que así sea, pero si nos permitimos perder la capacidad de acercarnos a las cosas sin otra finalidad que la de apreciarlas por sí mismas, nos estaremos privando de una de las dimensiones más significativas de la experiencia humana.

Fuente: Secretaría de Educación Pública. (2015). Filosofía. Ciudad de México.