Modernidad y posmodernidad
El nombre de “posmodernidad” ha sido considerado confuso por algunos, dado que admite varias interpretaciones. Para otros, como Octavio Paz, de plano es un nombre incorrecto, una “ineptitud intelectual”. Quizás por eso muchos de los más importantes pensadores que son considerados posmodernos se oponen a que se les etiquete de esa manera. Pero aun con estas reservas, se puede sostener que las preguntas que presentamos en la Introducción del bloque han sido compartidas durante un periodo ya considerable (casi medio siglo, al 2015) por una comunidad de pensadores, de modo que es razonable asumir que se ha constituido en torno a ellas una verdadera época de la Filosofía.
En cuanto al término posmodernidad, si lo analizamos, encontraremos que se compone con dos palabras: el prefijo pos- y el sustantivo modernidad. Ahora, como sabemos el prefijo pos- significa, literalmente, “después de”; por lo tanto, pos-modernidad significa “después de la modernidad”. Pero este simple análisis del término, seguramente pensaremos, no nos hace avanzar realmente mucho en la comprensión de lo que es la posmodernidad; la verdadera clave no es entender qué significa pos-, sino saber qué es la modernidad.
En nuestra forma cotidiana de hablar, constantemente nos referimos a lo “moderno”. Hablamos de “música moderna”, “peinados modernos”, “tecnología moderna”, por ejemplo. Usamos este adjetivo, moderno/a, como sinónimo de “actual”, o sea para expresar que algo es característico del presente. O que es “de hoy”, como solemos decir. A veces también hacemos notar o explicamos que algo “está de moda”; en este caso hay que observar que “moda” y “moderno” son palabras emparentadas por el origen y la semántica.

Ahora, es necesario aclarar que en el caso de la Filosofía, no es precisamente a eso a lo que nos referimos cuando hablamos de modernidad. Y dado que para comprender la posmodernidad es indispensable que entendamos primero lo que significa “modernidad” en Filosofía, haremos un breve repaso de las principales características de ésta última. A grandes rasgos, el periodo de la Filosofía moderna, en relación al cual se define la posmodernidad, corresponde a la época de la Filosofía inaugurada por la obra de René Descartes (1596-1650; en el bloque III estudiamos a este importantísimo filósofo francés, ¿recuerdas?).Esta época de la Filosofía, en sus líneas generales, se desarrolló vigorosamente durante los siglos XVII, XVIII, XIX; su declive comenzó ya avanzado el XX, tras la Segunda Guerra Mundial. Recordemos que los principales pensadores de la modernidad (a la mayoría los estudiamos en el bloque anterior) son, además de Descartes, Spinoza, Leibniz, Locke, Hume, Rousseau, Kant, Hegel, Marx y Husserl.
La modernidad filosófica dominó el pensamiento durante tres siglos y medio. Fue una época de gran riqueza de ideas, genialidad y audaz imaginación intelectual, quizás sólo comparable al primer esplendor filosófico, el griego. Coincide con la etapa formativa de la ciencia moderna; varios de los más destacados filósofos de esta etapa tienen también un lugar indiscutible en la historia de la ciencia: el mismo Descartes (Óptica y Geometría; el creador del “plano cartesiano” ¿te suena?), Leibniz (cálculo), Rousseau (Lingüística y Antropología) y Marx (Economía).
Ahora hagamos un muy breve repaso de las ideas fundamentales de la modernidad. Éstas fueron:
- El Yo como fundamento de la realidad. La pregunta que se hizo Descartes fue ¿cómo puedo estar seguro de poder distinguir la realidad del sueño o la alucinación? ¿Y si todo lo que percibo no fuera más que una ilusión, un sueño? Y como esa fue su pregunta, el sentido de su obra filosófica consistió en encontrar un fundamento, un piso firme, podría decirse, en el cual plantar la realidad. Y ese piso firme no podría ser otra cosa más que algo de lo que fuera imposible dudar; es decir, algo cuya realidad no podríamos poner en duda aunque quisiéramos. En consecuencia, como ya vimos en el bloque III, Descartes aplicó un método muy directo: dudar de todo, hasta encontrar eso de lo que no podía dudar. Como sabemos, Descartes encontró el suelo firme que buscaba en su propio yo: pues al dudar, de lo único que no puedo dudar es de que dudo (léelo otra vez con atención…).
Ahora, esa duda, no es otra cosa que un pensamiento, así que es prueba de la existencia de éste. Muy bien, hasta ahora Descartes ha demostrado que el pensamiento existe. Sólo le falta dar un paso más, y es: si existe pensamiento tiene que existir alguien que piense, es decir, un sujeto de la acción de pensar, un yo. De modo sintético, el argumento de Descartes queda así: es innegable que la duda existe; ahora, si existe la duda, ello implica necesariamente que existe el pensamiento, y si existe el pensamiento, por fuerza existe el yo. Así fue como nuestro filósofo llegó a su famosísima conclusión: pienso, luego existo (cogito ergo sum, en latín). Para Descartes, este yo es no solamente capaz de conocerse a sí mismo, sino también la realidad más allá de él, la que percibe gracias a los sentidos. Por eso fue considerado por él, y por los filósofos de los siguientes tres siglos y medio, como ese terreno firme que garantizaba la realidad del mundo.
- La capacidad del hombre de conocer con certeza y precisión el mundo. Este punto está estrechamente asociado con el anterior. A ese yo proclamado por Descartes como garantía de la realidad de las cosas, también le fue atribuido un potencial casi infinito para conocerlas. Como estas ideas coincidieron en el tiempo con la época dorada de la ciencia, la realidad parecía corresponderse con ellas: el ritmo impresionante del avance científico, al que el mismo Descartes contribuyó significativamente, parecía confirmar la fe que se tenía en la capacidad del hombre para desentrañar los secretos de la naturaleza. Si hacemos un poco de memoria, y recordamos lo que vimos en el bloque I, esta idea ya era muy importante en la Filosofía griega. Es algo muy parecido a esa capacidad humana que los primeros filósofos llamaron el nous, y que nosotros solemos referir como razón. Pero la Filosofía moderna no se limita a repetir lo dicho por Parménides, Platón, Aristóteles y compañía, sino que consolida la confianza en la razón y el pensamiento, demostrando más allá de toda duda su realidad, y justificando su capacidad de conocer. En contraste, los griegos habían confiado en ella de un modo un poco ingenuo, como dando por descontado su realidad y potencial.
- La tercera gran idea de la modernidad consiste en considerar la historia como un proceso de progreso social, que conduciría gradualmente a la humanidad, de un estado de atraso, ignorancia y penuria a una época de libertad, abundancia y esplendor cultural. Esta idea, por supuesto, también se fundamenta en las anteriores. Porque si pensamos que el hombre puede conocer todo o casi todo, es natural que nuestra confianza dé lugar a la expectativa de que ese saber le permita dominar a la naturaleza a través de la tecnología, y satisfacer sus necesidades. La razón también le serviría al hombre para determinar, por fin, cuál es la mejor forma de organizar la sociedad y cómo alcanzarla.
Esta idea cobró particular relevancia a partir del siglo XVIII, concretamente durante la Ilustración, de la que ya hemos hablado en el bloque anterior. Los filósofos de la Ilustración confiaban en que las personas, una vez educadas en la verdad, serían más saludables, justas y productivas. Por eso uno de ellos, Condorcet, promovió el proyecto de establecer sistemas de educación pública, es decir, sistemas educativos a cargo del gobierno, más o menos como los que conocemos. Ya en el siglo XIX, otros filósofos, como Augusto Comte, llegaron incluso al extremo de afirmar que la historia estaba regida por leyes, similares a las leyes de la Física, que dictaban que las sociedades humanas tenían que dirigirse, quisieran o no, hacia el progreso. Otros destacadísimos exponentes de la idea de progreso fueron Hegel y Marx, aunque para ellos, a diferencia de Comte, el camino hacia el progreso pasaba necesariamente por etapas conflictivas. Pero estaban de acuerdo en que el resultado final sería un periodo definitivo de florecimiento colectivo e individual del ser humano. Ese sería el fin (entendido a la vez como término y como finalidad ) de la historia, decían, en cada caso.
La crítica del yo: Friederich Nietzsche
Si la Filosofía moderna nació con la idea del yo, la posmoderna lo hizo a partir de la crítica de ese mismo yo.
En lo fundamental, esa crítica se puede encontrar ya en Nietzsche (1844-1900). Para este pensador alemán el yo, lejos de ser la realidad fundamental en que se “asientan” todas las cosas, no es ni siquiera algo que exista por sí sólo, ni a causa de sí mismo, sino una construcción social. Esto quiere decir, en primer lugar, que el yo había surgido en algún momento de la historia, y no era la esencia eterna del hombre ni nada parecido.
Ahora, ¿cómo se explica el surgimiento del yo? Según Nietzsche el yo, como sujeto que conoce, había surgido por la necesidad social de responsabilizar a los individuos de sus actos, muy especialmente del cumplimiento de sus promesas y del pago de sus deudas. Para convencernos de que somos responsables de nuestros actos, necesitamos creer que poseemos un yo que es causa de ellos. Así, Nietzsche concluye que el yo es una construcción social, una ilusión además reforzada por la gramática.
En efecto, cuando hablamos nos referimos al yo todo el tiempo. Decimos, por ejemplo, yo quiero, yo pago, yo voy o yo regreso, yo lo haré, etcétera; pero ¿será acaso que ese pronombre no sea más que una palabra que sirve para identificar a la persona que hizo, o se propone hacer, algo en específico, o a quien le ocurrió alguna determinada cosa? Observemos que hay palabras, como la palabra “aquí”, que no se refieren a nada en particular: el lugar designado por el adverbio “aquí” es el lugar en que esté la persona que la utiliza en una oración, pero carece de “sustancia”, no hay ningún lugar que sea por sí mismo “aquí”. ¿No será que ocurre lo mismo con el “yo”? El que haya una palabra para nombrar algo no garantiza que ese algo exista (¿existe lo designado por la palabra “unicornio”, por ejemplo?). Nietzsche, y junto con él algunos de los pensadores más representativos de la Filosofía posmoderna, piensa que esto es precisamente lo que ocurre: el yo es una ilusión social, moral, jurídica y gramatical.

Claro, esto no significa que un grupo o un individuo en algún momento haya decidido inventar el yo; si la teoría de Nietzsche es correcta, el proceso por el que surgió fue un proceso inconsciente, es decir, que ocurrió sin que la gente se percatara de que estaba teniendo lugar. Igualmente, esta transformación de la que emergió el yo no fue intencional, esto es, no fue planeada ni emprendida conscientemente por nadie.
La crítica de la capacidad del hombre para conocer: Michel Foucault
Si aceptamos como válidas las conclusiones de la crítica del yo, entonces también nuestra confianza en la capacidad del hombre para conocer la verdad de las cosas se ve peligrosamente comprometida.
Porque si el yo se había equivocado respecto a sí mismo, si había exagerado la importancia de su posición y sobrestimado sus poderes, ¿cómo podría garantizar poder conocer la verdad de las demás cosas? Pensadores como Michel Foucault (1926-1984) sugirieron, tras detallados estudios de la historia de las ideas, que los conceptos de verdad, razón y del yo habían variado bastante a lo largo de la historia, de modo que era imposible afirmar que eran principios o sustancias estables, eternos. Foucault mostró que el concepto de hombre, por ejemplo, había pasado por una evolución de la que se podían identificar varias etapas.
En la antigua Grecia el hombre era considerado como un ser que podía descubrir la verdad (recordemos a Platón), porque una parte de él, su alma, era ciudadana del mundo de las ideas. En lo fundamental, esta visión del hombre salió reforzada de la Filosofía de Descartes. Un poco más adelante, con Kant, el hombre no es más la “sede” de las ideas, sino el sujeto que las produce.
Más recientemente, por el impacto intelectual de pensadores como Rousseau, Comte, Freud y Marx, nacen las ciencias humanas. Esto es: el hombre llega a ser objeto de estudio de ciencias como la Psicología, la Sociología, la Antropología, entre otras. La conclusión a que nos encamina este breve listado de transformaciones sufridas por el concepto “hombre” a lo largo de los siglo, es decir, la forma en que el hombre se ha visto a sí mismo, es que el poder humano para el conocimiento no ha funcionado siempre de la misma manera, sino de varias. Y del mismo modo han cambiado los criterios utilizados para distinguir la verdad del error y la ilusión.
Otra de las consecuencias de esta inestabilidad, nos dice Foucault, es que el desarrollo de la inteligencia en la historia no es lineal, ni sus productos acumulativos. Por el contrario, es una historia marcada por rupturas, interrupciones y nuevos comienzos. Es muy difícil para una época tener una idea acertada de su propia importancia; para determinar qué ideas y qué obras se integrarán al tesoro filosófico de la humanidad, no hay mejor juez que el tiempo. Pero quizás aquello por lo que nuestra época será recordada por los filósofos del futuro es la mengua en la confianza en la razón como capacidad para descubrir la verdad.
A esta reserva respecto a la razón, a este comenzar a dudar de la capacidad del hombre para conocer la realidad, se le llama escepticismo, a quienes la promueven, escépticos. Desde la antigua Grecia los hubo, pero fueron figuras más bien de poco impacto en el desarrollo del pensamiento de la época. En cambio, en la actualidad, la desconfianza respecto a la razón es uno de los rasgos centrales de la Filosofía posmoderna. Es decir, por primera vez en dos mil quinientos años, algunos filósofos importantes no están muy seguros de poder seguir confiando en la razón, en ese nous tan preciado por los primeros filósofos.
La crítica del progreso: La Escuela de Frankfurt y Jean-François Lyotard
Durante el siglo XX ocurrieron importantes transformaciones sociales. En sus primeras dos décadas tuvieron lugar las revoluciones mexicana y rusa. Ésta última, que ocurrió en 1917, fue recibida por buena parte del mundo con optimismo, y en muchos casos con entusiasmo. De inspiración marxista, la Revolución Rusa afirmaba proponerse terminar con la explotación del hombre por el hombre, e instaurar un reino de fraternidad y prosperidad, en el que cada persona encontraría las mejores condiciones para florecer como ser humano. Estas esperanzas parecían justificar el optimismo que, con ciertas excepciones, había dominado el pensamiento occidental desde la Ilustración.
Muchos filósofos, escritores, artistas y científicos estuvieron entre los más entusiastas admiradores de la Revolución Rusa, aunque hay que observar que también hubo quienes desconfiaron del autoritarismo exhibido por sus dirigentes desde sus primeros años.
Pero el siglo XX no tardó en mostrar también un rostro más oscuro. En 1914 estalló la Primera Guerra Mundial; la humanidad nunca había visto un conflicto tan sangriento. Todo el impresionante avance científico atesorado durante el siglo anterior, junto con la impactante capacidad para convertirlo en eficacia tecnológica, fue puesto al servicio de una finalidad exclusiva: aniquilar ejércitos enemigos. También fue desviada hacia este objetivo la inmensa capacidad productiva adquirida por las naciones más “avanzadas” gracias a la experiencia histórica de la Revolución Industrial. Fue precisamente eso, la primera guerra industrial, en que la ametralladora, la trinchera, el avión, las armas químicas y los primeros tanques se conjugaron en gigantescas maquinarias asesinas que se confrontaron entre sí a lo largo de cuatro terribles años.
Fue una dura prueba para la confianza en el hombre y en su capacidad de darle a la historia una dirección afín a sus ideales. Además, aun con toda su destructividad nunca vista hasta entonces (esta guerra causó aproximadamente 16 millones de muertes, principalmente de franceses, alemanes, rusos e ingleses; ciudadanos precisamente de las patrias de muchos de los filósofos que hemos estudiado…), la Primera Guerra Mundial no pareció haber agotado las tentaciones e ímpetus violentos: por el contrario, dio pie a una renovación y a una multiplicación de los rencores y los reclamos.
Una de sus consecuencias fue el surgimiento y ascenso de movimientos políticos ultranacionalistas y agresivos, notablemente el fascismo italiano (que por cierto tuvo numerosos seguidores en Latinoamérica), y sobre todo el nacionalsocialismo, más recordado como nazismo, alemán.
El nazismo no fue solamente ultranacionalista, sino abiertamente racista. Su líder, Adolfo Hitler, explícitamente afirmaba que había una jerarquía de “razas” humanas. Es decir, según él había unas “razas” inferiores y otras superiores. En lo más alto de esa jerarquía estaba, como podemos imaginarnos, la “raza aria”, es decir, los alemanes, a la que además la ideología nazi concedía una especie de derecho natural a dominar, despojar y explotar a otras razas, como la “raza eslava”, en la que, según este esquema, estaban incluidos los pueblos de Rusia y Polonia. Hitler además aseguraba haber llegado a estas “conclusiones” a partir del estudio de rigurosas investigaciones científicas, y de un vasto y minucioso trabajo de interpretación de textos históricos.
Esta ideología dio lugar a un Estado totalitario y a un gobierno represivo. Los filósofos de la política han debatido mucho acerca de lo que es un Estado totalitario, pero para nosotros será suficiente considerar como tal a un Estado que pretende controlar todos los aspectos de la sociedad, incluido lo que ocurre en el fuero íntimo de los ciudadanos, es decir, las ideas, los sentimientos y los proyectos. Un estado totalitario pretende decirle a la gente qué debe creer, y qué es lo que no puede pensar.
Y se defiende agresivamente contra quien pretende disputarle ese derecho, difundiendo ideas distintas, o invitando a las personas a pensar por sí mismas. Es decir, en un Estado totalitario no existe la libertad de opinión, ni la libertad de prensa, y quienes se atreven a ejercerlas son, en el mejor de los casos, encerrados en prisiones, en el peor, y muy común en la Alemania nazi, simplemente aniquilados.
Por supuesto, un Estado totalitario es lo más distinto que puede haber a la democracia, y es incompatible con la Filosofía, porque pretende impedir la libre producción, circulación y discusión de las ideas. A propósito de democracia, los historiadores aún se desvelan tratando de comprender cómo es que el nazismo llegó al poder en Alemania, dado que no lo hizo por medios violentos, sino mediante un proceso electoral. ¿Cómo uno de los pueblos que en la época se consideraban más civilizados, no sólo había tolerado, sino apoyado a los nazis para conseguir el control del gobierno? ¿Cómo pudo ocurrir esto justamente en la nación que había dado al mundo a filósofos como Kant, Hegel, Schopenhauer o Husserl, a hombres de ciencia como Max Planck, Max Weber, o el mismísimo Albert Einstein?
Ciertamente, aun hoy parece algo desconcertante. Como este es un libro de Filosofía, no podemos entrar a estudiar detalladamente las teorías que los sociólogos y los historiadores han desarrollado para explicar este hecho. En lugar de eso, veremos qué impacto tuvieron estos acontecimientos en el pensamiento filosófico.
Como era de esperarse, la política exterior de la Alemania nazi fue agresiva y provocadora, y terminó por desencadenar en 1939, con la invasión de Polonia, la Segunda Guerra Mundial. El conflicto duró seis años, y en él la capacidad humana para destruir alcanzó tal nivel de eficacia (diríamos perfección, si no hubiera algo de chocante en la idea de una perfección humana que se manifiesta aniquilando a otros seres humanos), que se rebasó por mucho la devastación de la Primera Guerra Mundial.

Al final de este segundo conflicto, en 1945, el número de muertos alcanzó la espeluznante cifra de 50 millones, aproximadamente. La guerra terminó, tras seis años de los combates más mortíferos de la historia, con la derrota de Alemania, Japón e Italia, los tres Estados ultranacionalistas y totalitarios que la habían comenzado. La victoria se logró gracias a los esfuerzos coordinados de los Aliados (coalición de naciones integrada principalmente por Inglaterra y Estados Unidos) y la Unión Soviética. Por cierto, en esta guerra México tuvo una discreta participación, del lado de los Aliados.
La Segunda Guerra Mundial no fue sólo el más sangriento conflicto de la historia de la humanidad, también generó formas de violencia nunca antes conocidas. Hubo dos acontecimientos que dieron mucho qué pensar a los filósofos. En primer lugar, el hecho histórico conocido como el Holocausto, que consistió en el aprisionamiento y exterminio de más de 6 millones de judíos, diseñado, planeado y ejecutado por el régimen nazi.
A lo largo de la historia ha habido, desgraciadamente, ejemplos de este tipo de violencia, en que un Estado se propone exterminar a todo un pueblo, o a todos los adherentes de una confesión religiosa, como ocurrió en los peores momentos de los conflictos entre católicos y protestantes en el siglo XVI. Estos esfuerzos concebidos y emprendidos para borrar de la faz de la tierra a todo un grupo humano se conocen con el nombre de genocidios. Pero nunca se había visto algo como el Holocausto de los judíos. Los ejemplos de genocidio que había conocido la historia habían surgido de la urgencia de un Estado por acabar con un enemigo militar con el que durante mucho tiempo había batallado, de la codicia de recursos naturales bajo control del grupo a exterminar, o del choque violento de creencias religiosas. Pero en contraste, Hitler y los nazis se propusieron exterminar a los judíos argumentando que la “raza” judía estaba “envenenando” a Alemania, impidiéndole cumplir con su destino de pueblo llamado a ejercer el dominio de la humanidad. Por eso, según Hitler, los judíos debían ser aniquilados.
Además, como ya decíamos, los nazis sostenían que estas conclusiones tenían valor “científico”; según ellos, se desprendían de estudios genéticos e históricos. Algunos verdaderos científicos han revisado minuciosamente esos “estudios” y “teorías” y han encontrado que se trata de pura charlatanería. Es más, en la actualidad la Antropología Física sostiene que desde la perspectiva de la ciencia, no tiene ningún sentido hablar de “razas humanas”, puesto que todos los seres humanos pertenecemos a la misma especie y a la misma subespecie. La “raza” entre los seres humanos, es más bien una construcción social, que se enraíza en la percepción ingenua de características distintivas de las personas extremadamente superficiales, sobre todo el color de piel.
Pero lo inquietante del proyecto nazi del Holocausto fue su intento de disfrazarse de ciencia. En la práctica, el resultado de toda esta maquinaria ideológica fue la expulsión de millones de judíos de, literalmente, sus propias casas, su confinamiento en ghettos (barrios especiales destinados para ellos, de los que no se podía salir porque estaban rodeados por un muro), prisiones, y sobre todo en campos de concentración, donde además se les obligaba a realizar trabajos agotadores, se les privaba de alimento y abrigo a tal grado que la mayoría sobrevivía en los bordes de la muerte por inanición o hipotermia, se les usaba como conejillos de indias en experimentos crueles, degradantes y mortales, y finalmente se les aniquilaba en cámaras de gases.
En el más famoso de esos campos, Auschwitz, murió aproximadamente un millón de judíos; se calcula que en total, en los campos de concentración y los ghettos, murieron seis millones. Nunca un grupo humano había tratado con tanta saña a otro; ni los niños ni las mujeres ni los ancianos fueron dispensados de ese trato; en lo que quizás sea el más extremo episodio de perversión de la inteligencia, los nazis despojaron de su humanidad a los judíos que cayeron en sus manos. El Holocausto permanece en la memoria de la humanidad como el acontecimiento histórico más vergonzoso, cruel e injustificable que haya ocurrido nunca. Reveló hasta dónde pueden degradar al hombre el odio, los prejuicios y el egoísmo.

El otro acontecimiento que inquietó al pensamiento del siglo XX fue el descubrimiento de la energía nuclear, y su uso con fines militares. En agosto de 1945, Estados Unidos lanzó sobre dos ciudades japonesas – Hiroshima y Nagasaki – dos bombas atómicas, causando la muerte instantánea de unas 150 mil personas, en su mayor parte civiles, y obligando al gobierno japonés a rendirse.
Así nació la era atómica, que no sólo significaría una reconfiguración de las relaciones internacionales, sino un motivo más de inquietud frente a lo que la humanidad ha entendido desde hace dos mil años por progreso. La bomba atómica mostró de un modo dramático que el hombre había alcanzado un límite que nunca pensó, y quizás nunca deseó alcanzar: tras dos mil años de pensamiento racional el progreso de la ciencia y la tecnología le había permitido desencadenar fuerzas que con facilidad podían destruir irreversiblemente a la propia humanidad.
Así, el desarrollo de la inteligencia, que se suponía debía traer seguridad y prosperidad a la humanidad, venía acompañado de una amenaza de aniquilación total y definitiva.
Hubo filósofos que reaccionaron ante esta situación aparentemente tan absurda. Teodoro W. Adorno (1903-1969), uno de los más importantes filósofos alemanes del siglo XX, representante destacado de la llamada Escuela de Frankfurt, y quien tuvo que irse a vivir y a trabajar a Estados Unidos cuando los nazis tomaron el poder, se sintió profundamente inquieto por lo ocurrido en la Segunda Guerra Mundial, sobre todo por el Holocausto. Adorno llegó a decir, en una conferencia, que después de haber visto hasta dónde podía descender el hombre, la primera obligación de la Filosofía y de la educación era impedir que el Holocausto se repitiera.
Adorno y los demás pensadores importantes de la Escuela de Frankfurt, entre los que hay que mencionar a Max Horkheimer (1895-1973), se negaban a aceptar que todo el avance filosófico, político y científico originado por el ímpetu optimista y generoso de la Ilustración desembocara en fenómenos como el nazismo y la bomba atómica. Además, tampoco les parecía que las promesas de libertad y progreso de la modernidad se estuvieran cumpliendo en el mundo occidental, en las naciones capitalistas, de régimen democrático-liberal, como Estados Unidos, Inglaterra o Francia. Inspirados por el pensamiento de Marx, sostenían que en el capitalismo una clase social explotaba a las otras, por lo que éste era incompatible con los principios de concordia, fraternidad e igualdad que habían dominado las aspiraciones de los progresistas desde el siglo XVIII.
Adicionalmente, insistían Adorno y compañía, por las formas de trabajo que impone (producción en serie, dirección científica de la empresa, etcétera), el capitalismo despersonaliza al hombre, le impide realizar su potencial humano. Su otro filo, el consumismo, completa este proceso de despersonalización, disolviendo al hombre, por decirlo de alguna manera – en un público anónimo, en una “ masa”, en la que son inducidos deseos superfluos y fetichistas. De las numerosas críticas de la sociedad y la cultura capitalistas desarrolladas durante el siglo XX, quizás sea la de los filósofos de la Escuela de Frankfurt la más rigurosa, sincera y constructiva.
Ahora, conforme avanzaba el siglo, el mundo socialista, encabezado por la Unión Soviética, fue revelando su otro rostro. Resultaba que Joseph Stalin (1878-1953), quien desde la muerte de Lenin en 1924 se había aferrado al poder, se mostraba como un dictador tan cruel como Hitler. De forma implacable, había llevado a cabo sangrientas purgas en el Partido Comunista y el gobierno, que habían costado la vida a millones de ciudadanos. Las políticas de repartición de tierras de finales de la década de 1920 habían sido tan mal planeadas e implementadas, que provocaron la muerte de millones de campesinos, y los pocos que protestaron, fueron masacrados sin piedad. Aunque a la Unión Soviética le correspondía sin duda la mayor parte del mérito de la victoria militar sobre Alemania, el ejército soviético, por órdenes de Stalin, incurrió en numerosos crímenes de guerra gravísimos, cometidos tanto contra los enemigos como contra los propios soldados rusos.
Por si fuera poco, a Stalin le era rendido un culto a la personalidad tan exagerado que parecía que fuera una especie de dios; su retrato en formato gigante se podía ver en todas las plazas y edificios; contradecirlo se pagaba con tortura y muerte.
¿Cómo el régimen que aseguraba haber nacido para hacer a los hombres iguales había podido degenerar en la dictadura más perturbadora e irracional que se había visto? La Unión Soviética, además, exportó su “modelo” a los países que quedaron en su zona de influencia, de modo que Checoslovaquia, Polonia, Bulgaria y Rumania padecieron dictaduras similares.
Pero lo que terminó de desacreditar totalmente al régimen soviético fue el descubrimiento dentro de su territorio, en la década de los 60, de un sistema de campos de concentración parecido al montado por los nazis, en que eran recluidos los ciudadanos que se oponían al gobierno. Este fue el golpe final que acabó con las esperanzas puestas en el llamado “socialismo real”.
La Unión Soviética, cada vez más desprestigiada en el mundo, y cada vez más cuestionada por sus mismos ciudadanos, terminó por desaparecer definitivamente en 1991. Este desplome parecía confirmar las dudas que algunos filósofos ya comenzaban a tener desde unos años antes acerca de la capacidad humana para dirigir la historia. El más representativo de esos filósofos, y que, por cierto, fue el que comenzó a hablar propiamente de posmodernidad, fue el francés Jean Francois Lyotard (1924-1998). Lyotard definió la posmodernidad como la incredulidad frente a los relatos con que la modernidad nos explicaba la historia, especialmente el del papel del conocimiento en ella.
Veamos. Según Hegel, quien es quizás el mejor ejemplo de la actitud filosófica característica de la modernidad, el conocimiento avanzaría hasta comprender el mundo en su totalidad. Y todo este saber permitiría, agregaron Comte y Marx, resolver los problemas de la humanidad. Por ello, los filósofos, pero sobre todo los científicos, estarían contribuyendo con sus descubrimientos al progreso humano.
Tras acontecimientos como las dos guerras mundiales, el Holocausto, la bomba atómica y el derrumbe de la Unión Soviética, estos grandes relatos explicativos que en cierto modo predecían el futuro histórico (y en los que se insistía en que la humanidad se dirigía a la prosperidad, la concordia y la abundancia), a muchos les parecieron, literalmente, “puros cuentos”. Se pensó que era vano tratar de descubrir el sentido, la dirección, de la historia, y muy importante, se dejó de considerar que el desarrollo científico conduciría mecánicamente a la humanidad a un mejor futuro. Se perdió esa confianza.
Ahora, podemos preguntarnos, ¿si no es esa la misión que justifica la ciencia, conducir a la humanidad a una era de prosperidad, entonces cuál es? Para Lyotard la respuesta es clara: en nuestro tiempo la ciencia ya no se justifica por su contribución al bienestar humano, sino por su rentabilidad económica. Es decir, en el mundo posmoderno, la única dimensión importante de la ciencia es la económica. Se hace ciencia porque se espera que pueda producir descubrimientos que a su vez se transformarán en innovaciones tecnológicas que podrán ser vendidas y generar ganancias.
Además, en la posmodernidad este criterio de rentabilidad no es válido solamente para la ciencia, sino para todo el conocimiento. De modo que, según Lyotard nos dirigimos a una situación en la que ya no hablaremos de conocimiento, sino sólo de información. La información es el conocimiento reducido a factor de producción, y su importancia económica se acrecienta incesantemente. Y agrega que las guerras del futuro serán guerras por información.
Como podemos imaginarnos, las implicaciones de estos cambios culturales para la Filosofía son graves. En el mundo descrito por Lyotard la Filosofía, un modo de ejercer la inteligencia que consiste más en hacer preguntas que en definir respuestas, sencillamente no tiene un lugar.
Esto es, a grandes rasgos, a lo que Lyotard llama la condición posmoderna. Por supuesto, al describir todo esto Lyotard no pretende celebrarlo, sino mostrarlo como un problema. Su punto de vista es crítico. El hecho de que en su opinión estemos perdiendo confianza en nuestra razón para enfrentar los problemas básicos de la existencia, sobre todo los de cómo llevar nuestras vidas y cómo convivir mejor, no tiene nada de tranquilizador, porque esos problemas siguen ahí, exigiendo respuestas. Ahora, como veremos, hay otros filósofos que creen firmemente en la posibilidad de encontrar esas respuestas, y renovar nuestra confianza en la razón.
Jürgen Habermas y la crítica de la posmodernidad
Con sus conclusiones pesimistas la Filosofía posmoderna ha generado una serie de reacciones.
Definitivamente el diálogo más provechoso es el que ha entablado con el filósofo alemán Jürgen Habermas (nacido en 1929), considerado por muchos como el más importante pensador de nuestro tiempo. Se considera que Habermas es parte de la segunda generación de la Escuela de Frankfurt, a la que ya mencionamos cuando hablamos de Adorno y Horkheimer.
Habermas criticó, es decir, evaluó, la crítica formulada por los filósofos posmodernos. Su interés era distinguir qué aspectos de la crítica posmoderna eran válidos, y cuáles erróneos o contradictorios. (En efecto, aunque parezca un juego de palabras, lo realizado por Habermas es básicamente una crítica de la crítica.) Como primer punto, señaló a los filósofos posmodernos que con sus críticas estaban incurriendo en algo que en Filosofía se llama una “contradicción performativa”. ¿Qué significa esto? Para decirlo con claridad, es una situación en que el significado de lo que se dice se contradice con el hecho de decirlo. Pongamos un sencillo ejemplo.
Si una persona llena sus pulmones de aire y grita: “¡NO PUEDO GRITAR!”, estaría incurriendo en una contradicción performativa, porque su acto estaría contradiciendo el significado de lo que está diciendo: está gritando que no puede gritar. Y Habermas dice que esto es justamente lo que ocurre, por ejemplo, con Foucault y su idea de la incapacidad humana para conocer la verdad, porque si es cierto que el hombre no puede conocer la verdad, ¿entonces cómo es posible que llegue a saber, como pretende haberlo hecho Foucault, que la verdad no puede ser conocida?
Foucault respondió que la clave estaba en su método (llamado por él método genealógico), pero con ello sólo avivó un debate que sigue vigente. Lo importante es que la acusación de contradicción performativa lanzada por Habermas contra la Filosofía posmoderna restableció en cierta forma la confianza en la razón. Porque con ello establecía que, aun cuando las críticas posmodernas de la capacidad humana de conocer sean correctas, eso debe interpretarse no como la “muerte de la razón”, ni nada por el estilo, sino como una auto-crítica de la inteligencia, de la que puede salir fortalecida, más consciente de sus límites, menos ingenua. Por cierto, Habermas no piensa que sea posible un regreso a las ideas anteriores. No era posible simplemente desechar las críticas de Nietzsche y Foucault, y retroceder al yo de la Filosofía cartesiana, y atrincherarse en él. (¿Te das cuenta que es la primera vez que decimos de un autor: “piensa”, en lugar de “pensaba” o “pensó”? Es que Habermas – afortunadamente – sigue vivo. De hecho, artículos suyos son publicados a menudo en la prensa alemana.)
Pero tampoco podemos permitir que esas críticas nos conduzcan al escepticismo absoluto, ni a la inmovilidad ante las urgencias que nos presentan el mundo y la vida. Ni que invaliden, por supuesto, nuestro interés por mejorar nuestras condiciones de vida y las de nuestras comunidades. Frente a las preocupaciones de Lyotard, Habermas afirma que si bien se ha renunciado a lograr un entendimiento de la historia como el que, ingenuamente, la modernidad creía haber alcanzado, eso no implica que tengamos que renunciar a buscar los caminos hipotéticos por los que podemos avanzar en la dirección que nos marcan nuestros anhelos de prosperidad, concordia y desarrollo personal. Con esta consideración, Habermas resalta el significado histórico y filosófico de la democracia, pues según estas razones ésta sería esa forma de organizarnos que nos permite e impulsa a esas búsquedas. No en balde se considera a Habermas como uno de los principales teóricos contemporáneos de la democracia.
Porque si los filósofos posmodernos están en lo cierto, y la razón no nos permite descubrir verdades eternas, lo que sí nos permite es comunicarnos, llegar a acuerdos y aproximarnos a la verdad, aunque nunca la alcancemos definitivamente. (El libro más importante de Habermas se titula Teoría de la acción comunicativa.) Es decir, quizás la razón humana no pueda descubrir al fin qué es la justicia, pero puede muy bien permitirnos discutir y llegar a un acuerdo acerca de lo que podemos entender como tal. Y sobre todo, puede ayudarnos a determinar cómo promoverla, a través de qué actos e instituciones. El logro de Habermas consistió en saber aprovechar las críticas posmodernas para rehabilitar un proyecto social progresista más realista, factible, e informado.
La crítica de la modernidad de Martin Heidegger
Otro crítico de las ideas fundamentales de la modernidad fue Martin Heidegger (Ale-
mania, 1889-1976), uno de los más influyentes y polémicos filósofos del siglo XX.
Heidegger compartía la insatisfacción ante el pensamiento moderno (que corresponde, recordemos, al del periodo que se extiende desde el siglo XVII hasta principios del siglo XX) , que había establecido como fundamento de la Filosofía el yo.
Como ya vimos, Descartes instaló al yo nada más ni nada menos que como cimiento de la realidad. Esta importancia del concepto del yo se reforzó por obra de los esfuerzos de filósofos como Kant, Fichte, y más recientemente, Husserl. Quizás fue George Berkeley (1685-1753), uno de los filósofos más interesantes y peculiares del empirismo británico quien mejor expresó el lugar de privilegio que alcanzó el yo en la Filosofía moderna, al afirmar “Ser, es ser percibido” (esse est percipi, en latín). Advirtamos el poder, el alcance, de esta idea, que se complementa perfectamente con el postulado cartesiano, que ya debe resultarnos familiar, pienso, luego existo. En el fondo, lo que Berkeley nos está diciendo, y junto con él casi toda la Filosofía moderna, es que las cosas existen en la medida en que existen para el yo humano, en la medida en que “comparecen” ante él.
Heidegger se rebeló desafiantemente contra esta preeminencia del yo. Estaba con- vencido de que con ella la Filosofía había equivocado su rumbo, que su misión no consistía en investigar los poderes humanos para el conocimiento, sino en comprender el Ser. La pregunta central de la Filosofía, por encima de cualquier otra, tendría que ser: ¿qué es el Ser?
En consecuencia, Heidegger asumió como propio el proyecto de regresar a la Filosofía al camino correcto, del que consideraba se había desviado a partir de Descartes. El problema de decir que el yo es la única cosa de la que no podemos dudar que existe, y que todo lo demás sólo existe si aparece en el yo, es que se pasa por alto que ese yo no existe en una forma pura, “en el aire”, sino siempre inserto en un tiempo, un espacio y, sobre todo, una cultura particular. En otras palabras, ¿cómo podría ser el yo el terreno sobre el que existirían todas las cosas, si él mismo a su vez siempre está “parado”, por decirlo así, en un lugar, un momento y una comunidad humana determinados? El verdadero “terreno” fundamental serían esos elementos en los que habita el yo: tiempo, espacio y cultura.
No hay yo “puro”; piensa en los varios miles de millones de seres humanos que han pisado durante ya varios milenios nuestro planeta: todos han tenido, tal como tú, un yo, que si bien tiene mucho en común con otros yo, es totalmente único e irrepetible. No hay un yo universal, sino el yo de una mujer china del siglo IX, el de un sacerdote azteca del XIV, el de un soldado británico de 1944, los de tus mejores amigas y amigos… y los de todos los seres humanos que han existido, existen o existirán, o sea millones y millones. El yo del mismo Descartes estaba irremediablemente instalado en una época determinada: la Francia clásica del siglo XVII. En opinión de Heidegger, Descartes erró al considerar su propio yo como representante de todos los yo, sobre todo, porque su forma de pensar, las preguntas filosóficas que se hizo y sus conclusiones reflejan, más que a otra cosa, a la cultura a la que pertenecía. Por ello, Heidegger, uno de los pensadores que más insistió en el peso que tiene la cultura en la forma en que cada persona percibe y piensa el mundo, consideró que era insostenible asumir que los resultados a los que llegó Descartes sean válidos para todos los seres humanos.
Ahora, darle al yo una posición tan importante no planteaba solamente un problema de coherencia o de lógica. Según Heidegger, lo más grave era que con ello se exageraba la importancia del hombre en el mundo: se hacía parecer que el mundo dependía del ser humano, como ya veíamos. Culturalmente, esta ilusión se traducía en una visión según la cual todas las cosas están al servicio del hombre, o en otras palabras, la naturaleza es antes que nada un recurso para satisfacer las necesidades humanas.
A Heidegger le parecía que a causa de la primacía de esta mentalidad, la cultura moderna, en que la técnica y la industria son lo más importante (de hecho, por mucho tiempo se ha dicho que una sociedad moderna es una sociedad “industrializada”), se enfrenta no sólo al problema, ante el que cada vez somos más sensibles, de la destrucción de la naturaleza, sino que además priva al ser humano de un verdadero contacto con el Ser.
En efecto, si sólo vemos las cosas como medios para lograr nuestros fines, no las estamos viendo como realmente son. Heidegger consideraba que el arte (y de modo muy especial, la poesía) permitía revelar la verdad de las cosas; la mirada artística, tanto la de quien crea el arte como la de quien lo aprecia, es la única oportunidad que tiene el hombre para entrar a una verdadera relación con el Ser, al margen de sus necesidades y proyectos. Porque la mentalidad técnica considera todo como herramienta o como recurso, y, si bien es indispensable e inevitable, se interpone entre nosotros y el Ser, según Heidegger.

Por todo esto, Heidegger estimó que era necesario inventar un nuevo concepto para pensar sobre lo que es el ser humano. En este libro, hemos aprendido algunas palabras o expresiones importantes en la historia de la Filosofía (logos, nous, mayéutica, cogito ergo sum, etcétera). Veamos una más, inventada por Heidegger´ para describir al ser humano de un modo más realista y preciso; y más adecuada que el concepto del yo. Heidegger llamó al hombre el “Ser-ahí” (traducción de Dasein, palabra alemana compuesta: da (ahí) + Sein (ser) = Dasein, “Ser-ahí”). Consideró que esa expresión resumía mucho de lo que ya hemos visto: que el hombre existe, (es parte del Ser) pero no en el Ser en abstracto, sino siempre en un tiempo, un lugar y una cultura específicos; es decir, siempre es en un ahí determinado. (Hay que aclarar que en la obra de Hegel ya se encuentra el término Dasein, pero sólo con Heidegger llega a ser uno de los principales conceptos filosóficos de los últimos siglos).
Una de las características más importantes del Ser-ahí es que es el único ser que se pregunta: ¿qué es el Ser? Es decir, es algo así como la parte del Ser que puede conocer al Ser, a condición de, entre otras cosas, ir más allá de la mentalidad técnica. Por otra parte, Heidegger nos dice que el estado básico del Ser-ahí es el cuidado, o preocupación (Dasein als Sorge), es decir, la inquietud por el futuro. En nuestras vidas concretas, lo normal es estar preocupados por la satisfacción de nuestras necesidades, la solución de nuestros problemas, el cumplimiento de nuestras obligaciones, etcétera. Para nuestro autor es importante señalar esto, porque la Filosofía moderna había considerado, de nuevo erróneamente, según él, que el hombre era ante todo pensamiento (es decir, un yo que piensa), cuando un análisis profundo de la condición humana, de los hombres y mujeres tal como hemos existido siempre, revela que el ser humano es, ante todo, preocupación. Y por ello, nuestra experiencia inmediata, espontánea, del mundo, no es , como pretendían Descartes o Hegel, por ejemplo, un conjunto de sensaciones o datos reportados por nuestros sentidos, sino nuestras ideas y sentimientos sobre lo que será el futuro, sobre lo que debemos hacer, el modo de hacerlo, etcétera. Heidegger es así uno de los pocos filósofos que se han esforzado por hacer partir su Filosofía de la situación real, de la experiencia cotidiana de las mujeres y los hombres de carne y hueso, no de las sensaciones o las ideas, que consideraba ser abstracciones a las que sólo se accede tras complicados esfuerzos que requieren aislarse del mundo para “pensar”. Por eso su influencia ha ido más allá de la Filosofía, hasta los terrenos de las Ciencias Sociales y la Psicoterapia.
Otra característica del Ser-ahí es que él (o ella) no elige el ahí de su existencia. Ninguno de nosotros eligió venir al mundo, ni en qué época histórica hacerlo, ni a qué país, ni de qué padres nacer. Heidegger dice que cada uno de nosotros simplemente fue “arrojado” al mundo, a una cultura particular.
Como decíamos, para Heidegger el modo de ser del hombre, es decir, del Ser-ahí, está determinado en gran medida por la cultura a la que pertenece. Piensa como “se” piensa en su medio social, cree las mismas cosas que todos los demás, reacciona casi igual ante las mismas circunstancias, le gusta y desaprueba lo mismo que a la mayoría, etcétera. Es decir, el Ser-ahí vive sumergido en lo que Heidegger llamó el “Ellos” (das Man), esa cosa sin rostro, impersonal, que está detrás del “se” de se piensa, se cree, se prefiere, etcétera. (También podríamos pensar en el Ellos como eso a lo que nos referimos cuando decimos “la Gente”: la “gente piensa”, “prefiere”, “cree”, “teme”, etcétera). El Ellos, o la Gente, no es nadie en particular, pero dicta a todos o a casi todos lo que deben pensar, o cómo hacer las cosas: desde cómo se enciende y maneja una computadora, hasta cómo se cocina una sopa, pasando por el modo en que se siembra el maíz, o la forma de usar un serrucho.
Como te imaginarás, sin todo lo que le aporta el Ellos, el Ser-ahí simplemente perecería, no sería posible su existencia. Pero Heidegger nos advierte que si vivimos en todo según lo que nos dicta el Ellos, viviremos vidas inauténticas, es decir, vidas que no son realmente las nuestras. Porque, si lo pensamos bien, de entrada, nuestras opiniones, creencias, aspiraciones y decisiones no son nuestras, son las del Ellos, las de la Gente. Nos gusta la misma música que a nuestros amigos; queremos estudiar, trabajar divertirnos, tener dinero, una casa, amigos, viajar, quizás algún día formar una familia. Pero queremos todo eso porque son las cosas que quieren todos, las cosas que quiere la Gente, y por eso es que nuestra vida es inauténtica, porque en realidad esos deseos no son nuestros.
Ahora, ¿cómo sería una existencia auténtica? Antes que nada es importante aclarar que Heidegger no piensa que una existencia auténtica implique deshacerse por completo de todos los deseos “normales”, ni convertirse en un “excéntrico”, ni nada por el estilo. No, todas esas aspiraciones, son compatibles con una existencia auténtica del Dasein, pero a condición de que las hagamos verdaderamente nuestras.
¿Y cómo logramos esto? Heidegger no fue muy generoso en detallar qué puede hacer un Ser-ahí para alcanzar una existencia auténtica. Su principal libro, Ser y tiempo (publicado en 1927), utiliza un lenguaje muy difícil, con muchas palabras creadas por el autor. Por otra parte, una de las soluciones que Heidegger propuso al Ser-ahí para vivir con autenticidad, fue una solución de carácter más bien colectivo, y muy discutible. Un poco más adelante nos referiremos a ella.
Pero de manera muy sugerente, Heidegger nos deja entrever en dónde comienza el camino que eventualmente puede conducirnos a una existencia auténtica, al decirnos que otra de las principales características del Ser-ahí es que es un Ser- para-la-muerte. Esto es: un Ser, el único de que tenemos noticia, que sabe que va a morir, que algún día dejará el Ser y pasará a la Nada.
Si lo pensamos, la muerte es lo único que desde un inicio, es nuestro; es decir, no es parte del Ellos. Veamos. Todo lo que hacemos lo puede hacer alguien más. Si elaboramos una silla, seguiremos más o menos los mismos pasos que cualquier otra persona: conseguir madera, medirla, cortarla, ensamblar, pegar, clavar, quizás ayudarnos con un diagrama, etcétera. Hay un forma de hacer sillas, no la inventamos nosotros, ni nadie en particular; en palabras de Heidegger, diríamos que esa forma de hacer sillas es del Ellos.
Ahora, imaginemos que comenzamos a hacer una silla, pero nos da un catarro, y no podemos terminarla, pero nuestro padre, un hermano o un amigo la termina en nuestro lugar. Al final la silla quedará más o menos igual, independientemente de que no la hayamos terminado nosotros. Es más, el producto acabado sería muy parecido si otra persona lo hubiera hecho por completo en lugar de nosotros, porque el modo de hacer sillas no es nuestro, es del Ellos, es decir, de todos y de nadie. Pero en contraste, hay algo que nadie puede hacer en nuestro lugar, y ese algo es morir. Es decir, cada uno de nosotros tendrá su muerte, y ésta es única e intransferible. Nadie puede morir en mi lugar o en tu lugar. Es lo único que no puede ser del Ellos, sino sólo y exclusivamente del Ser-ahí. Además, sabemos que es inevitable, parte de nuestra condición.
Para Heidegger, asumir que somos seres destinados a desaparecer, Seres-para-la- muerte, es un paso indispensable para alcanzar una existencia auténtica. Parece sugerir que en ese momento el Ser-ahí comprende la verdad de sí mismo, y por lo tanto se le revelan también sus verdaderas aspiraciones, lo que realmente quiere en la vida. Y esa comprensión de la propia condición, de la certeza de que algún día morirá, motiva al Ser-ahí a aprovechar lo mejor que puede cada uno de sus días, dirigiéndose a donde realmente quiere llegar. Es probable que muchas de sus aspiraciones no cambien, que quiera seguir estudiando, trabajando, divirtiéndose, pero ahora sabrá distinguir si sus deseos son realmente suyos, o más bien son deseos del Ellos. Y llegado el caso, si así le parece necesario, quizás sea capaz de actuar de modo distinto al que el Ellos le dicta.
Heidegger dice que al descubrir la certeza de su muerte, el Ser-ahí también descubre sus posibilidades, es decir, esas cosas, esos modos de ser, en que puede convertirse mientras dure su existencia, mientras no le llegue la muerte (para darnos una idea del modo de expresarse de Heidegger, éste define la muerte como “la posibilidad de la imposibildad”).
Y entre esas posibilidades se encuentra una muy especial: la vocación. La palabra vocación viene del verbo latino vocare, que significa llamar. Así, la vocación es un llamado, una invitación que el Ser-ahí recibe de su conciencia para convertirse en algo que puede ser. De modo sugerente, Heidegger añade que escuchar nuestra vocación nos convierte en deudores: vivimos nuestra vocación, si es auténtica, como una deuda con nosotros mismos, con nuestro destino. En nuestra intimidad sabemos si lo que estamos haciendo nos está acercando a lo que podemos y queremos ser, o si estamos desperdiciando nuestro tiempo y energía en cosas que no tienen nada que ver con ello. En este caso, vivimos la experiencia de la culpa. Como puedes apreciar, Heidegger hace ingresar al vocabulario de la Filosofía palabras que nombran cosas de gran interés para la gente común, es decir, para todos nosotros: preocupación, vocación, culpa, entre otras.
Estas son las principales pistas que Heidegger nos ofrece para alcanzar una existencia auténtica. Paradójicamente, para él el primer paso para llegar a ser dueños de nuestra vida es asumir nuestra muerte, apoderarnos de ella. Hasta ahora, la Filosofía de Heidegger se nos presenta como un esfuerzo por pensar a la humanidad en armonía con la naturaleza, y a cada persona, cada Ser-ahí, como una realidad frágil pero de gran dignidad, beneficiaria de la oportunidad de llevar a buen fin la aventura única que cada uno de nosotros es. El comprender que algún día dejaremos de estar en el mundo nos incita a aprovechar cada momento, y a reconocer lo que realmente queremos hacer. Y se vale interpretar así el legado de Heidegger. Por eso ha sido útil en campos como la Psicoterapia.
Pero lamentablemente, el propio filósofo parece haber sacado de sus ideas conclusiones muy distintas. Resulta que, en uno de los episodios más desconcertantes y trágicos de la historia de la Filosofía, Martin Heidegger, quizás el más importante filósofo del siglo XX, decidió apoyar al nacionalsocialismo alemán, en 1933. La evidencia es irrefutable: se conocen perfectamente las conferencias y los discursos en los que Heidegger apoya con entusiasmo al mismísimo Hitler, y expresa su optimismo y alegría ante el proyecto nazi de conducir a Alemania a la grandeza histórica. Además, el filósofo nunca, a lo largo de su vida, mostró ninguna señal de arrepentimiento por haber respaldado a los nazis, ni aun cuando terminó la Segunda Guerra Mundial, con Alemania aniquilada, y la fe de la humanidad en sí misma hecha añicos. Se han escrito muchos libros para tratar de comprender cómo es que Heidegger se volvió nazi. Algunos dicen que, si se leen con detenimiento sus obras, hay en ellas ideas que de modo natural conducen a posturas afines a la ideología nazi. Otros afirman que Heidegger fue incoherente con su Filosofía al asumir ese compromiso político, y que no hay nada en ella que lo justifique.
Los argumentos de ambos bandos son bastante sofisticados, y se apoyan en lecturas muy detalladas, no sólo de los principales libros del autor, sino también de conferencias y discursos que sólo salieron a la luz muchos años después de que fueron pronunciados. Así que no podemos entrar en detalles.
Pero hay un punto que debemos considerar. En su crítica a Descartes, bastante sólida desde muchos puntos de vista, Heidegger desecha la idea de la universalidad de la experiencia del yo, y con ella, la de la unidad del género humano. En efecto, si lo pensamos, el Ser-ahí, aun cuando como concepto tiene el gran mérito de describir la situación del hombre con una precisión que pocas veces se ha visto en Filosofía, insiste en lo que tiene de singular la situación de cada persona, a costa de lo que tiene en común con todos los demás seres humanos.
Además, al insistir en que cada Ser-ahí habita una cultura, es parte de un pueblo (en alemán, Volk), que lo hace ser como es, entonces, como resultado tenemos grupos de Ser-ahí extraños entre sí, casi sin nada en común. Esta visión tiene, por lo tanto, poca afinidad con el ideal de una humanidad común, compartida por todos, y por lo tanto con el de unos derechos humanos universales, pues no es en ella relevante el principio de la igualdad fundamental de todos los seres humanos. Así que podríamos decir que si no hay en la Filosofía de Heidegger elementos que promuevan la agresión entre pueblos, tampoco los hay que la desaprueben.
Más aun, algunos críticos de Heidegger afirman que el nacionalismo agresivo alemán fue visto por el filósofo como una respuesta válida y factible al problema de la autenticidad del Ser-ahí. Porque en alguna de sus conferencias parece aceptar que la sumisión incondicional a un proyecto de engrandecimiento nacional podría arrancar al Ser-ahí de las pequeñeces de la vida que suelen preocuparle mientras está bajo el dominio del Ellos. Como quiera, la simpatía de Heidegger con el nazismo nos recordará siempre que aun las más grandes inteligencias corren el peligro de cometer gigantescos errores. Aún así es imposible negar la grandeza del legado de Heidegger. Uno de los movimientos filosóficos más célebres y originales del siglo XX, el existencialismo francés, cuyo más conocido representante fue Jean-Paul Sartre (1905-1980), se inspiró decididamente en su obra. También Jacques Derrida (1930-2004), otro pensador francés, muy famoso por su proyecto de deconstrucción de la Filosofía occidental, asume una profunda y explícita deuda con Heidegger.
Fuente: Secretaría de Educación Pública. (2015). Filosofía. Ciudad de México.
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