La Filosofía helenística
Los nuevos filósofos (hoy conocidos como “de la época helenística”) renunciaron a los grandes sistemas de Platón y Aristóteles y se concentraron en proponer modelos éticos que permitieran al ser humano ser feliz y estar tranquilo, a pesar de no poder influir en política ni controlar los eventos de ese nuevo mundo “globalizado”. Las escuelas helenísticas de Filosofía desarrollaron la Lógica y la Física, pero siempre con un propósito ético, y en concreto con la meta de ofrecer al individuo, que se sentía aislado y desconcertado, una especie de “terapia” para los males de su vida y para garantizar su felicidad al margen de lo que estuviera pasando afuera. Fue con esto en mente que surgieron las siguientes escuelas:
- Escepticismo. Fundada por Pirrón de Ellis, esta escuela enseñaba a sus adeptos que la vida es como un sueño; es decir, lo que experimentamos en ella no es real, no es posible conocer la verdad (pues los sentidos nos engañan, hay opiniones distintas de cualquier cosa, todo podría ser una ilusión…) y al renunciar a buscar esa verdad alcanzamos una ataraxia, es decir, una imperturbabilidad o tranquilidad que nos hace felices, pues lo que ocurra en el mundo ya no nos angustia.
- Estoicismo. Fundada por Zenón de Citio, esta escuela (que se reunía bajo una puerta –Stoa– y por eso se llamaba así) enseñó que los seres humanos no debemos considerar bueno o malo lo que no depende de nosotros (la economía, la salud, la apariencia, si llueve o hace sol…), sino sólo lo que depende estrictamente de nosotros (que es nuestro juicio interior, lo que valoramos en nuestra libertad interna que nadie puede quitarnos). Ejercitarnos en ello puede ofrecernos la verdadera sabiduría, que es –de nuevo– la completa tranquilidad, la ataraxia, que es la virtud y la felicidad misma.
- Epicureísmo. La escuela de Epicuro (o escuela “del jardín”, pues ahí se reunían a filosofar) proponía que la felicidad se alcanza con un cálculo inteligente del placer. Ellos decían que, dado que todos buscamos el placer como un bien, debíamos aprender a gozar de los placeres que no causan dolor (por ejemplo, sería preferible el placer de platicar con un amigo que el de comer grandes manjares, porque esto último causa indigestión, engorda, etcétera. O sería preferible el placer de una vida sencilla que el de una de grandes lujos, porque eso genera preocupación, ambición…).
- Cinismo. La escuela de Antístenes y del famoso Diógenes de Sínope es llamada así porque en griego, kyon significa “perro”, y estos filósofos, se decía, vivían como tales. Ellos proponían que hay que seguir a la naturaleza y no las costumbres o prejuicios humanos, por lo que vivían con lo mínimo, andaban desnudos, dormían en la calle… Ello les ofrecía, según esta teoría, una felicidad libre de preocupaciones.
- Neoplatonismo. Esta corriente de pensamiento, cuyo principal representante fue Plotino, recogió la filosofía de Platón y la unió con una propuesta mística, cercana a lo religioso, en la que a partir de lo “Uno” divino se emanan distintos niveles de la realidad (como si un vaso lleno de agua se desbordara y empapara lo que está alrededor) hasta llegar a lo más bajo, que es este mundo material. La felicidad del hombre consistiría entonces en una identificación espiritual con lo Uno.
Estas escuelas tuvieron tal importancia que se prolongaron hasta la época del Imperio Romano (junto con la Academia de Platón y el Liceo de Aristóteles) y se difundieron por muchos lugares de dicho imperio. Basta recordar, por ejemplo, la influencia del estoicismo en Roma, donde además de pensadores tan importantes como Séneca y Epicteto, también fue estoico Marco Aurelio, que fue nada menos que Emperador en el siglo II d. C. Pero para entonces, otro suceso histórico había comenzado ya a cambiar el rumbo de la Filosofía. Se trató de la aparición y expansión del Cristianismo. El encuentro entre la razón filosófica y la fe cristiana sería lo fundamental de la Filosofía de la Edad Media, que será nuestro tema a continuación.

Inicios del pensamiento medieval
Cuando Pablo de Tarso (San Pablo para los cristianos, un apóstol fundamental en la expansión inicial de esta religión) llegó a Atenas, impartió un importante discurso en el Aerópago (la “colina de Ares”, plaza donde se reunía el Consejo de la ciudad). Ahí propuso a los griegos (entre los cuales había varios filósofos helenistas, de los que hablamos antes) la visión cristiana de Dios. Ése fue el primer encuentro entre el cristianismo y la Filosofía. Se trató de una relación tensa y difícil en muchas épocas y en muchos aspectos, pero que también supuso una síntesis y un enriquecimiento mutuo en muchas cosas.
Así como algunos filósofos rechazaron el cristianismo (por ejemplo, Plotino), otros lo aceptaron y empezaron a filosofar desde él. Igualmente, en la fe cristiana, hubo quienes rechazarían la filosofía y la razón y se abrazarían a una fe ciega (Tertuliano), o quienes confundirían la fe con la razón sin hacer distinciones y tratarían de convertir al cristianismo en a una filosofía racional (el gnosticismo, el maniqueísmo). Sin embargo, nos concentraremos en aquellos que, siendo cristianos, intentaron una síntesis entre su fe religiosa y el pensamiento filosófico. Ésta fue la posición que se impuso en la Iglesia católica y que sería más influyente en los mil años que duró el pensamiento medieval.
Uno de los primeros que intentó una armonización entre fe y razón fue (San) Justino (100-165 aproximadamente). Justino se dio cuenta de que, para defender al Cristianismo de las críticas que le hacían algunos filósofos paganos, había que saber Filosofía. Esta defensa intelectual del Cristianismo es lo que se conoce como apologética. Justino también se dio cuenta de que la Filosofía era un buen instrumento para tratar de acercar a la fe a los que no la tenían. Así como los judíos –pensaba él– tuvieron el Antiguo Testamento para prepararse para el Evangelio de Cristo, los griegos tuvieron a filósofos como Platón, que sin haber sido, por supuesto, cristianos, tuvieron algunas ideas cercanas al Cristianismo y por eso pudieron ser aprovechados. En la misma dirección pensó después (San) Gregorio de Nisa (335-395).
Pero la primera gran síntesis la hizo (San) Agustín (354 d.C. – 430 d.C.). Nacido en Tagaste (África), se le conoce como Agustín de Hipona porque sería después obispo de dicha ciudad. Hijo de padre pagano y de madre cristiana, Agustín destacó por su inteligencia desde muy joven y se dedicó al estudio de la Retórica, en ciudades como Cartago, Roma y Milán. Una juventud desordenada y algunas ideas filosóficas le apartaron del cristianismo en el que le había educado su madre, incluso se unió a la secta de los maniqueos por un tiempo; pero después de algunas experiencias fuertes (que él narra en su libro Confesiones) y la influencia de (San) Ambrosio en Milán, lo regresaron a la fe, para convertirse en uno de los más importantes padres de la Iglesia católica.
Agustín escribió, además de las Confesiones (donde no sólo cuenta su vida, sino que además explica la relación de un Dios personal con el ser humano y enfrenta grandes problemas filosóficos como el del tiempo, la memoria, la eternidad, las verdades matemáticas, el bien y el mal…), muchas otras obras de gran relevancia, como el De Trinitate, donde explica –echando mano de la filosofía neoplatónica– cómo no es absurdo que Dios sea uno y trino (un sólo Dios, tres personas: el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo), un dogma fundamental y básico para la fe cristiana. También escribió La ciudad de Dios, donde defiende al cristianismo, que había sido acusado de causar la decadencia del Imperio romano, y muestra cómo a Roma le afectaron sus propios vicios.
Otras obras menores de San Agustín (como una carta suya a un amigo, titulada “De la utilidad de creer”), son muy claras en cuánto al método que propone este filósofo para armonizar fe y razón. Él insiste en que no es posible vivir sin querer “creer nada”. Dice, por ejemplo, que si no creyéramos en nada ni en nadie no podríamos tener amigos, pues para gozar de la amistad hay que ser capaz de confiar:
“¿Cómo puedo afirmar que no se debe creer nada sin conocerlo directamente, si en caso de no creer algo que no puede ser de- mostrado con seguridad por la razón, no existiría la amistad (…) Pues si creer alguna cosa es inmoral, o actúa mal quien cree a un amigo, o si no, no veo cómo rehusando creer a un amigo, puede recibir o darse a sí mismo el título de amigo». (S. Agustín, De utilitate credendi, 3, 10, 23-24)
Creer es necesario, por lo tanto. Pero esto no significa (contra Tertuliano o los llamados “fideístas” que pensaban que bastaba con la fe) renunciar a la razón. Al contrario, para creer se necesita pensar bien, y para eso ayuda la Filosofía.
Dios está muy lejos de odiar en nosotros esa facultad por la que nos creó superiores al resto de los animales. Él nos librea de pensar que nuestra fe nos incita a no aceptar ni buscar la razón, pues no podríamos ni aun creer si no tuviéramos almas racionales.“ (S. Agustín, Epístolae, 120,3).
Por eso lo que hay que hacer es creer para entender mejor (por ejemplo, si le crees a tu profesor, entenderás mejor los temas de la clase), pero también entender para creer mejor (pues si entiendes las palabras, los conceptos, si eres más inteligente, sabrás mejor a quién creerle y a quién no y qué significa cada cosa). Esto lo resume Agustín con una fórmula que será muy importante para todo el pensamiento medieval: “Cree para entender y entiende para creer” (S. Agustín, Sermo, 43, 9).
Con ello, Agustín delineó la postura católica respecto de las relaciones entre la fe y la razón –y sería importante también para el luteranismo, como veremos más adelante en este mismo bloque–. Su importancia es indiscutible. Para hacerlo, echó mano de muchos elementos de la filosofía de Platón y los neoplatónicos, lo cual sería frecuente entre los primeros teólogos medievales. El pensamiento platónico tenía cercanías con el cristiano: ya Platón defendía la inmortalidad del alma, la existencia de una trascen- dencia o mundo suprasensible, proponía la virtud y la justicia… Por supuesto, también había diferencias: Platón creía en un ciclo de reencarnaciones (vidas sucesivas en dis- tintos cuerpos, incluso de animales), mientras los cristianos creen en una resurrección definitiva al final de los tiempos, en el propio cuerpo. Platón dividía tajantemente entre alma y cuerpo, mientras los cristianos tendían a verlos como una unidad creada direc- tamente por Dios. Éstas son sólo un par de diferencias relevantes, que los teólogos de los primeros siglos del cristianismo tenían que sortear.
Consolidación de la filosofía cristiana medieval
Para Agustín de Hipona, la mejor prueba de la existencia de Dios era su reflejo en el alma humana. Así como el alma humana es a la vez una, pero se desdobla en inteligencia, voluntad y memoria, así Dios es uno y a la vez tres personas. La filosofía cristiana posterior intentó un argumento más preciso para demostrar la existencia de Dios, incluso una prueba irrefutable. En este terreno, es célebre y muy influyente el argumento que ofreció (San) Anselmo de Canterbury (1033 d.C. – 1109). Este importante teólogo escribió obras como el Proslogio y en varias de ellas ofrece una demostración de la existencia de Dios que, desde entonces, se ha discutido y se sigue discutiendo mucho, y que en la Modernidad generó mucha reflexión.
El argumento (que siglos después Kant bautizaría como “argumento ontológico”) procede como sigue. Tanto el que cree en Dios como el ateo, aceptan que la palabra “Dios” significa “un ser con todas las perfecciones, del cual no se puede pensar nada más perfecto”. La diferencia es que el creyente afirma que dicho ser existe, mientras el ateo lo niega.
La definición, pues, que expresa la esencia de Dios, no está en disputa. Ahora, si analizamos la definición –propone San Anselmo– podemos ir más allá para zanjar la controversia.
¿Qué es más perfecto: un helado que sólo te imaginas, pero no existe, o un helado que existe realmente? Anselmo piensa que el helado existente, real, porque la existencia misma es una perfección. Ahora, si esto es cierto, únelo con la premisa que poníamos en el párrafo anterior:
- Premisa 1: Dios es por definición (es su esencia) un ser que tiene todas las perfecciones, del cual no se puede pensar nada más perfecto.
- Premisa 2: La existencia es una perfección.
- Conclusión: Dios existe.
¿Ves la estrategia de Anselmo? Así como nadie discutiría que un triángulo es una figura de tres lados, nadie discutiría que el concepto de Dios alude a un ser perfectísimo. Si existir mismo es una perfección, Dios debe tenerla, por lo que tendría que existir necesariamente.

El argumento ha sido muy discutido, tanto por autores creyentes como por no creyentes. Como veremos más adelante, el propio (Santo) Tomás de Aquino rechazó el argumento ontológico, obviamente no porque no creyera en Dios; solamente no pensaba que ésa fuera la manera de demostrar su existencia. Sin embargo, es un intento clave en la historia del pensamiento.
Santo Tomás de Aquino y la filosofía escolástica
Ya que lo hemos mencionado, es momento de ocuparnos de Tomás de Aquino, quizá el mayor teólogo de la Edad Media, doctor de la Iglesia católica y cumbre del pensamiento escolástico. Tomás (1221 d.C. – 1274 d.C.) fue un monje dominico, profesor de la Universidad de París, que dio un gran giro a la filosofía cristiana. Como dijimos antes, el pensamiento cristiano había echado mano sobre todo de la filosofía de Platón para articular racionalmente sus creencias religiosas. La filosofía de Aristóteles, en cambio, era parcialmente desconocida y mal vista, pues la habían recogido y comentado autores árabes y musulmanes, como Averroes. Sin embargo, ya el maestro de Tomás, (San) Alberto Magno, había tenido la audacia de estudiar la filosofía aristotélica y de aprovecharse de los comentarios árabes, para sintetizarla con el pensamiento cristiano. Tomás de Aquino siguió en esa línea, que, aunque fue cuestionada y en algún momento hasta prescrita, terminó por imponerse en la teología cristiana latina. Sto. Tomás de Aquino se mostró como un pensador brillante, que supo integrar de modo maduro y creativo distintas tradiciones (el aristotelismo griego, los comentarios árabes, el pensamiento agustiniano), todo ello en función de una articulación racional, completa y sólida, de la teología cristiana.
Aquino escribió comentarios a muchas obras aristotélicas y también textos propios importantes como las Quaestiones disputatae de veritate, Quaestiones disputatae de potentia, De substantiis separatis, De aeternitate mundi, De unitate intellectus contra averroístas, y otros más. Quizá sus obras más conocidas son los compendios Suma Teológica y Suma contra los gentiles.
Abordaremos sólo un par de temas en los que la posición de Aquino es clave y su asimilación crítica de Aristóteles es notoria.
Uno de ellos es el que ya vimos en Anselmo: el tema de cómo demostrar que Dios existe. Tomás rechaza el argumento ontológico señalando que nosotros, como seres finitos, no conocemos la esencia de Dios. Es decir, no niega que la existencia sea parte de la esencia de Dios, pero nosotros no conocemos esta última. Si queremos llegar, con los puros medios de la razón, a la existencia de Dios, no podemos – propone Aquino– empezar por su definición, sino por observar el mundo que nos rodea y encontrar a Dios como su creador y explicación última. Es en este sentido que Tomás de Aquino expone sus famosas “cinco vías” para el conocimiento de Dios.
Las vías (que están en la Suma Teológica, parte 1, cuestión 2, artículo 3) son argumentos que parten siempre de la experiencia humana. Por ejemplo (primera vía): vemos que en el mundo las cosas se mueven. Y sabemos que todo lo que se mueve es movido por otro. Si seguimos la cadena al infinito, se daría la situación paradójica de que no habría un motor primero, y sólo motores “secundarios”, pero esto –para Aquino– es imposible. Si no hubiera un motor primero, nada se movería. Así que hay un primer motor, y ése es Dios.
¿Ves la diferencia respecto del argumento de Anselmo? Esta primera vía parte de la experiencia, del mundo, y no de una definición, e intenta mostrar la necesidad de la existencia de Dios al menos en alguno de sus aspectos. Lo mismo hacen el resto de las vías: la segunda muestra que todo efecto tiene una causa, por lo que debe haber una causa primera que es Dios.
La tercera argumenta que los seres del mundo son contingentes (es decir, podrían no ser, podrían no haber existido) y entonces no existiría nada si no hubiera al menos un ser necesario, que es Dios. La cuarta vía arguye que, dado que en el mundo hay grados o niveles de perfección, debe haber algo sumamente perfecto, que es Dios. Y la quinta destaca que el mundo está ordenado (incluso aquellas cosas, como el mar o los fenómenos meteorológicos, que no son inteligentes ni vivos y, por lo tanto, no se ordenan por sí mismos), y por lo tanto, debe existir un ordenador, que es Dios.
En estos cinco argumentos o pruebas se nota, además, la influencia aristotélica, sobre todo en la primera. De hecho, la primera vía, que muestra a Dios como primer motor, está tomada tal cual de la argumentación de Aristóteles en el libro XII de su Metafísica.
Otro punto en el que el Tomás de Aquino supo aprovechar lo aprendido del filósofo griego fue en el problema de los universales. Esta controversia ocupó buena parte del pensamiento filosófico medieval. Consistía en lo siguiente: como sabes, la ciencia se ocupa de universales, no de particulares. Es decir, la ciencia trata sobre el ser humano, no sobre Juan, Pedro, María, etcétera. Ahora, ¿“el ser humano” existe por sí mismo? Es decir, ¿los universales tienen alguna existencia aparte de los seres particulares?
Como ya estudiamos, Platón pensaba que sí. Autores como Agustín y Anselmo en esto eran platónicos; pensaban que las ideas universales existían en la mente de Dios. Es decir, eran “realistas” respecto de los universales.
En su contra, estuvieron autores como Roscelino o Pedro Abelardo, que defendieron una postura que podría llamarse “conceptualismo”: los universales no existen en sí mismos, sólo en nuestras mentes. Más adelante, un autor radical llamado Guillermo de Ockham (1280-1349) llevaría esta postura hasta el extremo, diciendo que los universales son sólo nombres sin realidad alguna (nominalismo).
Tomás de Aquino ofreció una salida intermedia a este asunto (“realismo moderado”). Los universales existen en potencia en los particulares y en acto en nuestras mentes. No son ideas platónicas separadas de la mente de Dios, pero tampoco ideas o palabras nuestras vacías de toda realidad. De nuevo vemos cómo el Aquinate aprovechó el instrumental filosófico de Aristóteles y lo usa en su nuevo contexto cristiano.
El fin de la Edad Media: el Renacimiento y la Reforma
Se discute si la Edad Media terminó, como periodo histórico, en 1453 con la caída del Imperio Bizantino o en 1492 con el descubrimiento de América. En cualquier caso, es claro que la filosofía medieval, por distintas causas (el auge del nominalismo, un rebrote del escepticismo, un exceso en el comentario a obras de las autoridades
–Aristóteles, y Aquino– y poco pensamiento original, etcétera) concluyó, abriendo paso a una filosofía de corte distinto. El Renacimiento alcanzó su cima en los siglos XV y XVI como pasó hacia el mundo moderno. Si bien es un movimiento espiritual amplio, conocido sobre todo por su arte (como el de Florencia), también en otros ámbitos, como el religioso, político, filosófico y cultural, significó muchos cambios. Uno de estos grandes cambios fue la llamada Reforma Protestante. Para comprender a fondo esta revolución religiosa, social y política, es necesario tomar en cuenta el contexto en el cual ésta se llevó a cabo.
A principios del siglo XVI no existía la nación alemana tal como la conocemos hoy en día. Lo que había era una serie de pequeños estados relativamente libres y soberanos, que mantenían todavía una estructura feudal, y estaban unificados bajo el poder de un emperador. Poco a poco y gracias a los avances sociales y tecnológicos, la estructura económica feudal fue perdiendo poder, y estas pequeñas ciudades ganaron importancia gracias a sus actividades comerciales y su fluido intercambio monetario. Junto con el avance de estas ciudades, floreció una nueva clase social, la de la burguesía, la cual rivalizaba tanto con la nobleza, como con la alta jerarquía de la Iglesia.
Además de estas situaciones socio-económicas, durante estos años la Iglesia católica se vio sumida en una profunda crisis a causa de las prácticas corruptas de sus miembros, las cuales incluían la simonía, la venta de indulgencias para financiar la construcción de la basílica de San Pedro, la elevación abrupta de los impuestos eclesiales para financiar su costoso estilo de vida, etcétera. Todo esto ocasionó un profundo disgusto en los diversos Estados europeos que apenas se estaban formando.
Ante este panorama, Martín Lutero, un teólogo y monje agustino nacido en Alemania en 1483, realizó una profunda y aguda crítica a las prácticas de la Iglesia. En 1510, Lutero viajó a Roma, y conoció los excesos de los jerarcas de la Iglesia, así como las malas costumbres disolutas de los fieles y la vida llena de corrupción de en esta ciudad.
El 15 de octubre de 1517, Lutero acudió a las puertas de la iIglesia de Wittenberg y pegó ahí su famoso documento “95 tesis de las indulgencias”, en el cual criticaba la venta de los bienes espirituales, y la corrupción interna de la Iiglesia de Roma. Con ésta y otras acciones, Lutero pretendía acabar con los males del catolicismo, y entablar un diálogo con los obispos de Europa, cosa que no ocurrió como él lo había planeado. En poco tiempo, el pensamiento de Lutero fue volviéndose más radical, y sus críticas a la Iglesia, más profundas. Llegó a cuestionar la autoridad del Papa en asuntos religiosos y políticos, afirmó que la Iglesia no debía ser mediadora entre Dios y los hombres, pues no tenía autoridad para interpretar la Biblia, ya que este trabajo debía ser realizado por cada uno de los fieles según su conciencia. Los altos jerarcas de la Iglesia rechazaron los pensamientos de Lutero y lo obligaron a retractarse de sus famosas tesis. Al negar- se a esto, Lutero fue expulsado de la Iglesia por el papa León X, pero fue apoyado y acogido por los príncipes alemanes, los cuales rechazaron también el poder del Papa, se negaron a seguir sus mandatos y pagar impuestos a Roma, como lo habían hecho hasta entonces. En muy poco tiempo, las ideas de Lutero se extendieron a toda Europa con gran éxito y aceptación, de manera que incluso fundó su propia Iglesia. A partir de ese entonces, a todos los seguidores del pensamiento luterano se les llamó “protestan- tes”, en contraste con los “católicos” que siguen las enseñanzas y mandatos del Papa de Roma.
Revolución científica y orígenes del pensamiento político moderno
Otra de las revoluciones de la época fue, por supuesto, la científica. Es el tiempo en que Galileo Galilei (1564-1642) perfecciona el telescopio y, con él, hace algunos descubrimientos que terminaron con el modo de ver el Universo que había sido predominante desde Aristóteles y a lo largo de toda la Edad Media. Galileo no sólo sostuvo la conocida polémica sobre el heliocentrismo (el hecho de que la Tierra gira alrededor del Sol y no al revés, como se creía), sino que demostró también que la Luna está hecha de la misma materia que la Tierra (observando sus cráteres, montañas y, mesetas, con el telescopio) y con esto rompió con principios de la Física aristotélica; aportó también en la comprensión del movimiento y es considerado el padre de la Física moderna. En el debate con los teólogos sobre el heliocentrismo, su postura aunque tenía algunos problemas argumentativos fue clave para la defensa de lo que ya Copérnico había propuesto y para complementar el modelo matemático del Sistema Solar que desarrolló Kepler.
Dado que nuestro tema no es la Física o la Astronomía, no profundizaremos en es- tos avances; por el momento sólo nos interesa subrayar que ellos transformaron la idea misma de ciencia, que ya no será el conocimiento especulativo que se pensaba en la época de Platón o Aristóteles o en el medievo, sino un saber experimental y matemático. Fue Galileo quien dijo que el libro de la naturaleza está escrito en caracteres matemáticos, y esto ha definido el método científico experimental hasta el día de hoy. Si a ello agregamos los descubrimientos geográficos (como el del continente americano), entenderemos que los filósofos renacentistas tenían todo un nuevo panorama que hacía falta explicar reflexivamente.
Uno de los primeros en hacerlo fue el londinense Francis Bacon (1561 – 1626). Bacon se dio cuenta de que la Lógica aristotélica era un buen instrumento para organizar lo que ya se sabía, pero no para el descubrimiento de nuevos conocimientos como los que estaban surgiendo en su contexto.
La Nueva Atlántida de Bacon es una utopía científica y tecnológica que anunció el rumbo que tomaría la historia de los siglos siguientes.
Y ya que hablamos de utopías, abordemos ahora la política del Renacimiento. Y es que en esta época es cuando se inventó este género de relatos llamado “utopías”, que describen ciudades ideales. No pocas veces las utopías, a la vez que narracio- nes de ficción, eran duras críticas a algún régimen político: al decir cómo podría ser una comunidad perfecta, se cuestionaba la legitimidad de las autoridades de hecho y el modo real de organizar la vida en común. La palabra la usó por primera vez Tomás Moro (1478-1535). Su Utopía es un lugar donde no hay propiedad privada y se vive de modo austero, sin aprecio del oro o de la plata, con ciudadanos educa- dos todos en las humanidades y con un comportamiento virtuoso; los trabajos se comparten y distribuyen justamente, como las riquezas, y todos contribuyen a una sencilla felicidad común. En Utopía no hay persecuciones religiosas, pues prima la tolerancia, y no hay guerras más que en caso de algún conflicto justo para defender a alguna comunidad aliada.
La realidad en la que vivía el autor, sin embargo, era mucho menos favorable que la de su obra. La autonomía e integridad personal de Moro se probó cuando su rey, Enrique VIII, le condenó a muerte por negarse a apoyarle en su movimiento antipa- pista para divorciarse de Catalina de Aragón.
Además de las utopías ya comentadas de Moro y de Bacon, existió otra destacada: la de Tomasso de Campanella (1568-1639), titulada La ciudad del sol. En ese relato puede verse cómo en el Renacimiento –igual que en el arte– la filosofía revivió ideas de la Grecia clásica. Campanella recoge ideas de Platón y propone una república filosófica donde el gobernante es Hoh, “el metafísico”, se atiende a los dictados de los astrólogos y, al mismo tiempo, se mezcla todo esto con ideas cristianas y orien- tales, por un lado, y se proponen progresos tecnológicos, por otro. En La Ciudad del sol, como en la Utopía de Moro, no hay propiedad privada.
Toda esta innovadora reflexión política del Renacimiento tendría influencias en di- versos movimientos posteriores. Pero también la tendría una variante más pragmática y avasalladora: la de la estrategia política de Nicolás Maquiavelo (1469-1527), autor de El príncipe. Diplomático, funcionario público y consejero de la Corte de Florencia, Maquiavelo escribe su tratado proponiendo una autoridad fuerte y eficiente para la unificación de Italia. Aunque se le atribuye una postura dictatorial en la que el fin político justificaría cualquier medio inmoral o absolutista, lo cierto es que Maquiavelo pensó en esa autoridad fortalecida sólo como un medio para estabilizar y modernizar la política de su patria. Aunque el pensamiento “maquiavélico” pasó a la historia como sinónimo de un cierto realismo algo cínico, y ante todo instrumental y estratégico en política, lo cierto es que este autor anticipó en buena medida la dirección que la Filosofía y el análisis político tomarían en siglos posteriores.
Descartes, el racionalismo y el empirismo
La filosofía moderna, propiamente dicha, empieza con René Descartes (1596-1650). Descartes fue un gran filósofo, matemático, geómetra, fisiólogo, entre otras cosas. Ante el desconcierto de su época (generado, tanto por las revoluciones científicas y espirituales del Renacimiento, como por cierta confusión filosófica que hizo revivir el escepticismo), Descartes se propuso fundar de nuevo, de cero, el conocimiento filosófico. Él pensaba que si lograba basar los argumentos filosóficos en principios claros e indudables, como se hace en los sistemas matemáticos con los axiomas, podría poner fin a las discusiones filosóficas interminables. Lo difícil era encontrar dichos principios.
La idea genial de Descartes fue usar la propia estrategia de los escépticos en su contra: fue así como propuso la duda metódica. Pensó que si podía dudar de todo lo que ya dudaban los escépticos (de lo que nos han enseñado, que podría ser todo falso; de si nuestros sentidos son fiables, si no será todo el mundo más que un sueño…) e incluso exagerar aún más la duda (por eso le llama duda hiperbólica, es decir, exagerada), podría topar finalmente con algo indudable por completo. Si hallaba ese algo indudable, he ahí el principio, la piedra de toque, sobre el cual construir el sistema del conocimiento.

¿Pero qué podría ser ese algo que resiste a toda duda? Descartes creyó encontrarlo de esta manera: si dudo, es que pienso, y si pienso, luego existo (cogito, ergo sum). Esto no puede negarse. Pongamos un ejemplo, la frase “la pared es blanca” puede ser falsa (quizá soy daltónico, quizá estoy alucinando y no existe la pared…). En cambio, si “pienso que la pared es blanca”, la pared podrá no existir, pero es un hecho que pienso, pues incluso para estar equivocado hay que pensar. Ahora, si pienso, existo como una cosa que piensa. Eso, sostiene Descartes, es indudable. He ahí el principio de su propuesta y de toda la filosofía moderna.
La Ilustración
La Ilustración: Los siglos XVII y XVIII presenciaron un gran movimiento cultural que implicó grandes cambios en toda Europa, y por extensión, después en otros continentes. Se derrumbó lo que se conocía como “antiguo régimen” (el orden social medieval, fundado sobre los dos pilares de la Iglesia y un Estado monárquico- hereditario, muy estratificado y en el que muy pocos tenían acceso a la ciencia y a la participación política), en nombre de un nuevo orden de cosas.
Se le llamó a dicho movimiento “Ilustración” o “Iluminismo” porque fue en nombre de la “luz” de la razón que se desecharon los prejuicios anteriores; se buscó el acceso de todos al conocimiento (fue en la Ilustración cuando surgió el proyecto de la Enciclopedia, justamente con ese propósito) y se defendió el valor de la igualdad de todos los ciudadanos ante la ley. La Ilustración fue distinta en cada país europeo (en Inglaterra, por ejemplo, fue más bien científica; en Alemania fue filosófica y no desligada de cierta forma de teología, en Francia fue política y desembocó en la Revolución de 1789), pero sin duda tuvo este factor común de la confianza en la razón, en el progreso y el replanteamiento de lo político cara al ciudadano. El siglo XVIII fue de hecho llamado “Siglo de las Luces”. Algunos filósofos de este período son: John Locke, Jean J. Rousseau, Adam Smith, Hume y Kant.
Fue el gran Immanuel el filósofo más destacado de la Ilustración, y en general de la filosofía moderna. Fue este pensador quien, en un breve artículo titulado Respuesta a la pregunta: ¿qué es la Ilustración? estableció como lema del movimiento ilustrado la frase latina: Sapere aude! que significa ¡atrévete a saber! Su idea era que el espíritu de la Ilustración consistía precisamente en que la Humanidad estaba, al fin, llegando a la madurez de usar su propio entendimiento y no dejarse llevar por prejuicios o por instancias que pretendieran guiarla como se conduce a un niño pequeño. La razón humana estaba madurando para avanzar por sí misma, pensaba Kant.
La filosofía de Kant (llamada “idealismo crítico”, primer paso de la gran corriente de pensamiento del idealismo alemán) es parte de ese espíritu ilustrado. En la madurez de la razón, pensaba el profesor prusiano, existe una tarea crítica: la propia razón debe establecer sus alcances y sus límites, debe juzgarse a sí misma. Por eso las tres grandes obras de Kant son proyectos críticos, como más adelante veremos con detalle.
Kant y los inicios del idealismo
Como viste líneas antes, racionalismo y empirismo fueron filosofías opuestas. La disputa sobre la existencia o inexistencia de ideas innatas fue la clave. Hacía falta una postura de síntesis. Ésta se halló en el más grande filósofo de la Modernidad, el prusiano Immanuel Kant (1724 d.C. – 1804 d.C.). Nacido en la ciudad de Königsberg, Kant fue uno de los primeros entre los grandes pensadores que vivió toda su vida como profesor universitario de Filosofía. Sus obras principales las escribió en una edad ya madura, y en ellas se reflejan pensamientos que le acompañaron desde la juventud y que habrían de revolucionar una vez más el panorama intelectual. Sus libros principales son las tres célebres “críticas”: la Crítica de la razón pura (con dos ediciones: 1781 y 1787), la Crítica de la razón práctica (1788) y la Crítica del juicio (1790).
Para Kant, la filosofía puede resumirse en tres preguntas: ¿qué puedo saber?, ¿qué debo hacer? y, si hago lo que debo hacer, ¿qué me es lícito esperar? Estas tres preguntas, dice el mismo pensador, se pueden resumir en una sola: ¿qué es el hombre?
La primera cuestión -–la del conocimiento–- es donde se juega la disputa entre racionalismo y empirismo, sobre las ideas innatas. Kant afirmará, al inicio de la Crítica de la razón pura, que “Todo conocimiento empieza con la experiencia, pero no todo conocimiento proviene de la experiencia”. Como puede verse, con la primera parte de la frase rechaza las ideas innatas, en contra de los racionalistas, pero con la segunda mitad de la frase también se distancia de los empiristas.
¿Cómo puede ser que todo conocimiento empiece con la experiencia, pero no provenga de ella? Kant explica que, en realidad, la experiencia ofrece el material del saber, pero no su forma: la forma la pone el sujeto que conoce. Esta idea es lo que él mismo denominará una “revolución copernicana”, pues así como antes de Copérnico se pensaba que el sol giraba alrededor de la Tierra, siendo al revés, antes de Kant se pensaba que el conocimiento giraba alrededor del objeto conocido; con Kant, ahora girará en torno del sujeto cognoscente.
¿Cómo pone el sujeto la “forma” al conocimiento? Kant empieza con lo más básico del conocimiento sensible. Para percibir un objeto, debemos hacerlo en el tiempo y en el espacio. ¿Eso significa que las cosas son espacio-temporales? No, dirá Kant, sólo significa que así es nuestro modo de percibirlas. Como puedes ver, espacio y tiempo son moldes en los que el sujeto ordena su experiencia, y, por lo tanto, no son parte de la misma. Kant les llama “formas puras de la intuición”.
Ahora, a nivel intelectual, también es nuestra mente la que pone forma a los conocimientos; también hay “moldes” a los cuales se ajusta lo que proviene de la experiencia, estructuras puras que orientan toda la actividad cognoscitiva del sujeto, a las cuales Kant les llama (usando un término que proviene de Aristóteles, pero que evidentemente tiene otro sentido) “categorías del entendimiento”. Así, eso que Hume criticaba como inexistente o como mera costumbre, Kant lo reubica como condiciones irrevisables del conocimiento intelectual: la de causalidad es una categoría, la de sustancia también, etcétera. Las categorías sintetizan y ordenan lo ofrecido por la experiencia, dándole la universalidad y la necesidad que requiere la ciencia.
Hay, sin embargo, dos costos claros en la solución kantiana. Uno de ellos es que, si el sujeto pone la forma del conocimiento, ésta no será nunca la de la cosa en sí misma. Es decir, no conocemos lo que las cosas son en sí (lo que Kant llama “noúmeno”), sino lo que son para nosotros, los seres racionales, dotados de una estructura común y fija de formas de la sensibilidad y categorías del entendimiento, estructura que es del sujeto y no de la realidad en sí. A esto que conocemos habiéndolo construido nosotros mismos con las condiciones de nuestra subjetividad se le llama “fenómenos”. En Kant, en última instancia, conocemos teóricamente las cosas sólo como fenómenos, nunca como noúmenos.
El idealismo alemán
El pensamiento de Kant tuvo tal importancia para la historia de la Filosofía, que muchos años después de su muerte, sus ideas seguían siendo debatidas y estudiadas por pensadores que se interesaron en los temas de los que Kant había hablado en sus textos.
Se llama Idealismo Alemán al período que transcurre durante los siglos XVIII y XIX, en el cual se discutieron problemas que Kant había dejado abiertos con su filosofía. Los representantes más importantes de esta corriente fueron Johann Gottlieb Fichte, Freidrich Wilhelm Joseph von Schelling y Georg Wilhelm Friedrich Hegel, aunque no fueron los únicos.
Un tema del que se ocuparon estos tres pensadores fue demostrar si existían las “cosas-en-sí”, independientemente del sujeto (o como Kant les llamaba, el noúmeno) o si más bien toda la realidad que conocemos es sólo una creación del pensamiento. Los idealistas alemanes se preocuparon también por analizar el curso de la historia humana, para develar si ésta tiene un sentido oculto o no, y el papel de la naturaleza como principio creador de todo lo que conocemos.
En términos generales, los filósofos pertenecientes al idealismo alemán tenían una gran confianza en la razón humana como una herramienta poderosísima para conocer la realidad en su totalidad. A ellos les interesa analizar la totalidad del Universo, y no sólo los casos individuales. Además de esto, buscaron la conexión entre el mundo material de la naturaleza, y el mundo del espíritu humano ligado con la libertad. Tuvieron también, un profundo interés por temas teológicos y metafísicos, al contrario de Kant, quien había negado la posibilidad de estudiar dicha ciencia.
Fichte fue un discípulo muy talentoso del mismo Kant. Para este pensador, el tema más importante de la Filosofía debe ser el Yo, pero no cualquier yo de cualquier persona, sino únicamente el que es “puro y absoluto”. Fichte no se refiere con esto a la individualidad de la persona humana, sino a una realidad mucho más amplia e inabarcable. Este “Yo” absoluto es libre, no tiene restricciones, y es el principio por el cual existen todas las otras cosas del mundo. Fichte es, también, un gran defensor de la libertad en todas sus expresiones.
Schelling asegura que no hay distinción alguna entre los seres espirituales y los seres materiales, o, lo que es lo mismo, que el espíritu y la naturaleza son una misma cosa. Así, las cosas que sólo existen en nuestras ideas tienen el mismo orden que las cosas que existen de hecho en el mundo material.

Hegel es el representante más importante del idealismo alemán, y uno de los filósofos que ha tenido más repercusión en la historia de la humanidad, por eso nos vamos a detener un poco más en él. Hegel aseguraba que absolutamente todos los aspectos de la realidad podían ser conocidos por medio de la razón humana y no sólo eso, sino que podían ser analizados según un método y un sistema filosóficos. Le interesa analizar el funcionamiento del Universo como un todo por medio de la razón, y está convencido de que esto se puede lograr si se posee el método correcto. Su filosofía es completamente racional, y sistemática, es decir, que sigue un procedimiento y unas reglas específicas para analizar el mundo y llegar a conclusiones válidas. Según Hegel, la historia de la humanidad no es irracional ni absurda, sino que tiene un sentido y una dirección ocultas, que puede salir a la luz gracias a la Filosofía. Hablemos sobre este pensador con más detalle:
Georg Wilhelm Friedrich Hegel (1770-1831) se conoce como el exponente del idealismo absoluto. Ya otros autores, como Fichte y Schelling, habían trabajado con el “giro copernicano” de Kant tratando de explicar todo el conocimiento desde la prioridad del sujeto, del Yo que piensa, y habían tratado de aclarar sus relaciones con el mundo mismo de los objetos, tratando de superar algunos problemas que había dejado pendientes Kant. Hegel hará la propuesta más radical, pues hablará no ya de un sujeto individual humano, sino del Espíritu Absoluto como el único sujeto, que se identifica con el ser mismo y con la Historia misma. En el planteamiento de Hegel, este Espíritu Absoluto es, además del mundo y la Historia, Dios mismo (con lo cual pareciera que su postura es panteísta o al menos, radicalmente espiritualista), aunque como veremos muchos intérpretes del pensamiento hegeliano lo entendieron como un ateo encubierto. Quizá la mayor obra de Hegel sea la Fenomenología del Espíritu (1807), donde se narra, al modo de una novela o relato de una vida, cómo el Espíritu Absoluto va avanzando desde los conocimientos más simples de la sensibilidad hasta los más abstractos de la ciencia, la cultura, el arte, la religión…y finalmente una filosofía donde el Absoluto se hace plenamente autoconsciente (es decir, alcanza su propio carácter de Absoluto) y todas las aparentes divisiones o limitantes se superan y reconcilian en un saber infinito. El método para alcanzar ese saber absoluto es el que Hegel llama “dialéctica”. Se trata de ir superando las oposiciones que se encuentran en el pensamiento y en la realidad (para Hegel, pensamiento y realidad se coimplican hasta ser lo mismo) y generar siempre una nueva postura integradora. Por eso sus momentos son: afirmación – negación – negación de la negación; o como se explicaría después: tesis – antítesis – síntesis.
Por supuesto una filosofía tan radicalmente ambiciosa y racionalista como la de Hegel despertó muchas reacciones, a favor y en contra. Hubo un “hegelianismo de derecha” (sobre todo teológico) y un “hegelianismo de izquierda”, que en general lo que intentó fue quedarse con el método dialéctico de Hegel y usarlo para explicar la realidad, pero negando a Dios o cualquier elemento espiritual. Así fue como utilizó la filosofía hegeliana el célebre Karl Marx (1818-1883).
Hegel y Marx
En la Fenomenología del Espíritu, que antes hemos mencionado, hay un pasaje muy famoso donde Hegel explica cómo las relaciones humanas se plantean como una lucha por el reconocimiento. Es decir, cada ser humano quiere ser reconocido como tal, como persona, y lo necesita a tal grado que propiamente no será autoconsciente como persona si otro ser humano no lo reconoce como una. Ahora, el problema es que ese otro ser humano también quiere ser reconocido, pero ninguno quiere reconocer. Por eso se establece una lucha, en la que el ganador será el “amo” y el derrotado, el “esclavo”. Por eso a este pasaje se le conoce como la dialéctica del amo y el esclavo.
La “síntesis” o resolución integradora del conflicto es sorpresiva, porque Hegel dice que el futuro es más propicio al esclavo que al amo. ¿Cómo es posible esto, si parecía que el amo tenía del todo dominado al esclavo y que éste no era más que una cosa, un objeto, un instrumento de aquel? Hegel explica que, a diferencia del amo, el esclavo trabaja, se relaciona con la naturaleza, aprende de ella, y al mismo tiempo aprende a reprimir sus deseos y así se va forjando un carácter y se va haciendo consciente de sus talentos y capacidades, sin olvidar nunca su vulnerabilidad y los riesgos que enfrenta. En cambio, el amo se olvida de todo esto; no trabaja, sólo consume, y su relación con la naturaleza está siempre mediada por el esclavo, hasta el punto de convertirse en un inútil que además olvida su propia mortalidad…. Es por esto, dice Hegel, que el futuro de la autoconciencia está en la conciencia del esclavo.
Ya imaginarás lo importante que es ese pasaje de la dialéctica del amo y el esclavo para Karl Marx. El nacido en Tréveris fue el gran pensador filosófico-económico del socialismo. Marx pensaba que, dado que en la sociedad capitalista existe la propiedad privada, eso separaba a los seres humanos en dos grandes clases: los dueños de medios de producción (fábricas, tierras, materias primas, máquinas…) también llamados burgueses, y los que no tenían más que su propia fuerza de trabajo, llamados proletarios.
Esta división de clases genera enajenación y explotación, porque los burgueses nunca pagarán a los proletarios todo lo que éstos producen (los burgueses precisamente se hacen de capital robando parte de su trabajo a los proletarios; esa parte es llamada plusvalía).
Ahora, para Marx, los proletarios están como el “esclavo” de la dialéctica hegeliana, llamados a formarse a sí mismos, a fortalecerse, y finalmente hacer una revolución socialista que logrará abolir la propiedad privada, y así, en última instancia, a llevar a la Historia a su culminación, que es la desaparición de las clases sociales.
¿Ves cómo Marx, sin aludir al espíritu absoluto o a Dios, usa el método hegeliano en su filosofía, que es materialista y atea? Éste es un ejemplo de cómo ideas filosóficas que pueden parecer muy abstractas o alejadas de la realidad inmediata, de hecho influyen en ella. Aunque hoy en día el pensamiento de la izquierda económica y política ha cambiado mucho, nadie negaría lo importante que fue el pensamiento de Marx para la historia del siglo XX. Y todo eso hubiera sido impensable sin el idealismo absoluto de Hegel.
Schopenhauer y la crítica al idealismo
Un crítico feroz de Hegel fue el genial Arthur Schopenhauer (1788-1860). Schopenhauer, inspirado por tres grandes influencias (Platón, Kant, y los libros sagrados de la India conocidos como los Vedas), propuso – a diferencia de su admirado Kant– que sí podemos conocer la “cosa en sí”. Pero ello no se logra mediante una reflexión teórica, sino mediante una intuición que proviene del propio cuerpo. Según Schopenhauer, tenemos la vivencia de que nuestro propio cuerpo es un “querer algo”, es decir, es voluntad. Y a partir de eso, podemos descubrir que el núcleo de todas las cosas del universo es la voluntad misma. Para Schopenhauer, igual los planetas que se atraen mutuamente con la gravedad, que una planta cuando busca la luz del sol, que un animal en celo o un ser humano ambicionando el dinero o el poder, todo eso es voluntad. El mundo en sí mismo es voluntad, y todo lo demás es sólo una representación de esa voluntad cósmica, ciega, indeterminada y omnipresente. Por eso el libro clave de Schopenhauer se titula El mundo como voluntad y como representación (1819).
¿Puedes ver cómo la filosofía de Schopenhauer es una respuesta a la de Hegel? Si en Hegel todo era razón y espíritu, en Schopenhauer todo es en el fondo el efecto de un deseo irracional que, además –a diferencia del saber absoluto hegeliano– nunca tiene fin, y por eso está siempre insatisfecho. La vida humana, en el pensamiento de Schopenhauer, es el peor de los sufrimientos, pues el ser humano es deseo, y cuando se desea se sufre si no se obtiene lo deseado (la frustración), pero se sufre también si se obtiene, pues aburre y decepciona muy pronto (el hastío). Así, nuestra existencia es una oscilación entre la frustración y el hastío, que son dos formas igualmente terribles del sufrimiento. Por esto a Schopenhauer se le conoce como el gran pesimista de la historia de la filosofía.
Sin embargo, Schopenhauer piensa que hay una salida (y aquí se ve la influencia oriental en su filosofía): el ascetismo, es decir, el “ejercicio espiritual” por el cual uno se va a acostumbrando poco a poco a no desear nada, a anular la voluntad (hacer ayunos, sacrificios, voto de castidad, abrazar libremente la miseria…). Llegará un punto en el que se alcance el “nirvana”, es decir, la paz perfecta de no desear nada. Con esto se apaga el sufrimiento. Schopenhauer es –como Marx, y como después Nietzsche– ateo, y no cree que en ese ejercicio espiritual se encuentre a Dios. Pero sí se anula la voluntad, y con ella el dolor. Por eso el ascetismo es la única salida al sufrimiento que propone Schopenhauer, y es en realidad una salida hacia la nada. Este tema de la nada como único desenlace de la vida lo desarrollará después Nietzsche, aunque no estará de acuerdo con Schopenhauer en cuanto al valor del ascetismo y el sufrimiento.
Nietzsche y el nihilismo
Friedrich Wilhelm Nietzsche (1844-1900) es muy bien conocido por sus posiciones radicales y su brutal oposición a la tradición cristiana, al racionalismo moderno y a los valores predominantes en Occidente. El joven filólogo de Röcken admiró en un inicio profundamente a Schopenhauer, pero después se apartó de él. En buena medida, porque su pensamiento lo llevó a rechazar los valores de la compasión y el ascetismo que Schopenhauer defendía. Para Nietzsche, esos valores no eran sino una mentira largamente sostenida: detrás de ésos y todos los valores morales, pensaba él, no había más que miedo, orgullo y una cierta mentalidad “de rebaño” que en algún momento de la Historia, llevó a los débiles y enfermos a confabularse e inventar una “moral” que hiciera que los fuertes y poderosos se sintieran culpables y así no los aplastaran. Llamó a este conflicto el de una “moral de señores vs. una moral de esclavos” (¿encuentras todavía el eco hegeliano?). Por eso Nietzsche reprocha a Sócrates, a Platón y al Cristianismo la sacralización de esa moral “de esclavos” que él ahora quiere destruir, dando paso a la “transvaloración de todos los valores “ (poner los valores morales de cabeza, jugar con ellos, construir otros nuevos y destruirlos de nuevo) y a la llegada del “superhombre” (una nueva especie de hombre que estaría “más allá del bien y del mal”, que sería capaz de decirle que “sí” a todo, a la destrucción, el genocidio, a inventarse incluso nuevas jerarquías de valores, sin culpa, sin una idea de Dios por encima de él, puesto que en esta visión “Dios ha muerto, nosotros lo matamos”).
Para Nietzsche, incluso la razón y la búsqueda de la verdad son una mentira, pues detrás de Apolo (el dios griego de la racionalidad, la virtud, la armonía, la claridad, etc.) está Dionisos (el dios de la embriaguez, la orgía, la pasión); de hecho, Apolo no sería más que una máscara de Dionisos, uno más de sus juegos de ocultamiento.
Otra de las estrategias nietzscheanas para menoscabar la razón y la trascendencia es la afirmación de un “eterno retorno”: es decir, la teoría de que este mundo y esta vida, con cada uno de sus mínimos detalles, se repetirá una y otra vez, infinitamente. Para Nietzsche, este círculo endemoniado de la existencia era una manera de convencer a la gente de dejar de vivir pensando en la trascendencia y que afirmen la vida “en el instinto y el instante”, pensando que se repetirá para siempre y sin sentido alguno. Por eso Nietzsche es el pensador paradigmático del nihilismo, es decir, de la postura filosófica y existencial en el que nada tiene sentido. Así, sólo queda “inventarse” el sentido, que es lo que haría el superhombre de la profecía de Nietzsche: jugar con los pedazos.
Fuente: Secretaría de Educación Pública. (2015). Filosofía. Ciudad de México.
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